Esa fue la última frase que Cristina Fernández le dijo por teléfono a Alberto Fernández antes de saludarlo por primera vez como ex jefe de Gabinete. La Presidenta le había aceptado minutos antes la renuncia. Aquella frase representa, además, casi todos los significados de esta nueva manifestación de la crisis que conmueve al Gobierno desde que fue vapuleado en el Senado.
En primer término figura la distancia creciente que había entre el matrimonio presidencial y Alberto Fernández. Una distancia que empezó a tomar forma en el tramo final de la gestión de Néstor Kirchner y que se agigantó con la sucesión de tropiezos que sufrió Cristina. El ex jefe de Gabinete predicó a partir del triunfo de octubre la necesidad de regenerar las esperanzas sociales con un Gobierno nuevo. Kirchner se opuso tenazmente y Cristina respetó el gusto de su marido.
En segundo término, el sentido crítico lo fue aislando progresivamente a Alberto Fernández en el círculo íntimo. El ex jefe de Gabinete fue una voz cuestionadora y estéril de la conciencia de los Kirchner. El matrimonio aceptó ese constante machacar por respeto a una vieja relación, no carente de afecto, pero casi siempre enfiló la proa de sus decisiones hacia otros puertos.
Por último, cabría consignar que el matrimonio Kirchner, frente a situaciones inciertas, suele actuar buscando cobijo en el sistema político que le resulta más seguro y familiar. Existen numerosos ejemplos en la historia labrada por ambos en Santa Cruz. Cuando el ex gobernador Sergio Acevedo presentó su renuncia, anticipándose como ahora Fernández a los reflejos del ex presidente, Kirchner echó mano a un administrativo incondicional. Recién cuando Carlos Sancho fracasó —de él se trata— abrió las puertas para la ductilidad del actual gobernador, Daniel Peralta.
¿Cuál es aquel sistema político de los Kirchner? El que supieron construir en los felices años de la Patagonia. El de Julio De Vido, ministro de Planificación, el de Ricardo Jaime, el secretario de Transporte, el de Carlos Zannini, el secretario Legal y Técnico y el de otra legión que hace mucho tiempo que vive a la sombras de ese poder. Tal vez una anécdota alcanza para describirlo: Alberto Fernández se fue de Olivos el jueves a la tarde —la última vez que ingresó a la residencia— después de disuadir al matrimonio, en compañía de Zannini, de abandonar el poder. Los Kirchner pasaron esas horas de dolor y fastidio hablando con Rudy Ulloa, el empresario de medios de Río Gallegos, y Cristóbal López, el empresario del juego más importante del país.
Alberto Fernández se incorporó a aquel sistema cuando ya tenía plena vida. Su inserción fue vital para que aquella compaginación provinciana saltara sin demasiados traumas a la escena nacional. Fernández pertenece al peronismo porteño, merodeó en su tiempo a Domingo Cavallo y trabó una relación política nunca rota, ni siquiera después del 2005, con Eduardo Duhalde.
El ex jefe de Gabinete tuvo entonces un vínculo naturalmente conflictivo con los kirchneristas patagónicos. En especial con De Vido. Ese conflicto se agigantó cuando apostó a la sucesión de Cristina en la Presidencia. ¿Cómo engarzará Sergio Massa, el jefe de Gabinete designado, en ese mundo? Massa siempre hizo gala de un marcado pragmatismo que lo arrimó a los Kirchner y al ministro de Planificación. Es un dirigente joven y de personalidad: pero harán falta océanos de personalidad para enfrentar de ahora en adelante la segura intervención cotidiana del ex presidente en la gestión.
¿No la tuvo hasta ahora? La tuvo menos, porque Alberto Fernández fue una bisagra entre él y Cristina. Una bisagra que contó con generosos márgenes de acción, aún en la disidencia.
Esas críticas exasperaban últimamente a Kirchner y hasta incomodaban a Cristina. Hay un Kirchner nuevo, a decir de muchos, después de la derrota en el Senado. Hay un Kirchner intolerante, encerrado, que empeoró. Al cual le irrita, por caso, que le mencionen de mala manera a Guillermo Moreno. Para Alberto Fernández se había tornado insoportable e incomprensible la presencia del secretario de Comercio. Será el de Moreno un caso de laboratorio político: un agrisado secretario ahuyentó a un ministro de Economía, Miguel Peirano; eclipsó a otro, Felisa Miceli; empujó a un tercero, Martín Lousteau y colmó la paciencia de Alberto Fernández, el hombre político más importante que tuvo en estos años el kirchnerismo. Nadie sabe qué sucede con el actual ministro, Carlos Fernández.
El ex jefe de Gabinete se aleja del poder sin entender ese fenómeno. Lo esbozó, entre un montón de consideraciones, en una carta crítica que redactó en su computadora portátil, pero que prefirió no entregar a la Presidenta. Sólo le remitió la renuncia. Quedaron en hablar personalmente de las incomprensiones.
Alberto Fernández se sigue preguntando qué le ocurrió a Kirchner. Por qué razón resolvió convertir el conflicto con el campo en una cuestión de vida o muerte. Por qué ahora, cuando debutaba Cristina, y nunca antes, cuando él mismo debió enfrentar situaciones embarazosas. ¿Cuáles? Aquella marea humana que empinó fugazmente a Juan Carlos Blumberg o aquel desafío político que perdió en Misiones aunque terminó ganando en la opinión pública. Quizás buena parte de esas respuestas no estén escondidas en la política. Quizás estén en el entramado del género humano o también, por qué no, en la psicología.