Fue Alberto Fernández, quizás el funcionario más íntimo del matrimonio presidencial, el que le fijó ayer al poder un límite ostensible y resonante: así, no. Ese ?y no otro? fue el mensaje del otrora poderoso jefe de Gabinete. Sin embargo, los Kirchner parecen hasta ahora dispuestos a ceder funcionarios cruciales sólo de a uno por vez. La renuncia de Fernández cerró un ciclo histórico en el gobierno del kirchnerismo, pero nada garantiza que la etapa que se abrió será mejor.
El Gobierno se va acostumbrando a los funerales políticos. La semana pasada enterró la aplastante mayoría que tenía en el Congreso y ayer sepultó una manera de gobernar. Alberto Fernández fue una de las cuatro personas que gobernaron la Argentina durante el último lustro. Los otros tres son el matrimonio presidencial y el secretario legal y técnico de la Presidencia, Carlos Zannini. Las decisiones de esa ?mesa chica? del poder eran inapelables.
Alberto Fernández estaba desde el jueves, tras la derrota en el Senado, convencido de que había llegado el fin de fiesta para el gabinete. Pero ese día debió remar contra la corriente del matrimonio presidencial, que consideraba que debía abandonar el poder. Desplegar una necesaria etapa de acuerdos y de consensos le parecía al ex presidente, pero también a Cristina, una deslealtad política y una deserción ideológica.
Resuelto el caso con la continuidad de los Kirchner, la Presidenta se fue al Chaco y dio un discurso que careció de alusiones concretas al descalabro parlamentario de la madrugada de ese mismo día. Alberto Fernández empezó a enmudecer.
El lunes y el martes lo callaron aún más los actos implícitos de ratificación de Guillermo Moreno como secretario de Comercio y los aires de triunfadores que ponían en sus apariciones públicas el ministro de Planificación, Julio De Vido, y el secretario de Transporte, Ricardo Jaime. Una gripe oportuna, pero real, le permitió no volver a su despacho oficial desde el viernes. No volverá.
La ceremonia del adiós ocurrió en la mañana de ayer, cuando Fernández levantó el teléfono y le anunció a la Presidenta: "Me voy". La jefa del Estado trató de convencerlo de que todavía había tiempo para conversar y elegir mejores momentos. "Quiero morir siendo amigo tuyo y de Néstor, pero si las cosas siguen como están vamos a terminar mal. Prefiero dar ya mismo un paso al costado", le respondió. La renuncia era, por lo tanto, indeclinable.
Fernández venía en desacuerdo con dos posiciones del matrimonio presidencial. No coincidía con la opinión de la pareja cimera de que no había pasado nada, tras aquel inicial y furibundo intento de renuncia, después de la derrota en el Senado.
El ex ministro solía decir que un gobierno que perdió 14 diputados y 12 senadores en dos noches ingratas es un gobierno que ha hecho mal su trabajo. Tampoco estaba de acuerdo con la permanente conducta de los Kirchner, que suponen siempre que una constelación planetaria urdió una conspiración cada vez que lo acosa un simple problema.
En rigor, Fernández promovió desde noviembre último que un nuevo gabinete debía acompañar a Cristina Kirchner a partir del mismo día de su asunción. No lo logró, aunque había dejado trascender que él no estaba dispuesto a poner más la cara por casos como el de Skanska, una sonora denuncia de corrupción en la construcción de gasoductos, o por el Indec, intervenido y destruido por Moreno.
Pero había puesto la cara por ambas cosas. Fernández era un moderado dentro de la inmoderada administración kirchnerista. Sin embargo, muchas veces terminó justificando decisiones injustificables del Gobierno o consintiendo políticas ciertamente incorrectas, como la que le asestaban al periodismo sus propios subordinados.
Cuando se salía del libreto de pureza kirchnerista, sus límites eran muy ostensibles. Eduardo Buzzi, presidente de la Federación Agraria, habló ayer de él y de su influencia en el conflicto con el campo: "Era el más dialoguista de todos, pero sus márgenes eran muy estrechos", describió con precisión.
En realidad, Fernández se fue para apurar la salida de funcionarios como De Vido, Jaime y Moreno. El ministro de Planificación hizo decir que él también había renunciado después de que Julio Cobos inclinara la balanza en el Senado contra el Gobierno.
Es cierto, aunque fue una renuncia formal. En el acto, De Vido comenzó a actuar como si no estuviera dispuesto a irse nunca.
¿Se irán algún día para darle nueva vida al gobierno de Cristina Kirchner? En la intimidad, el matrimonio presidencial cree que las renuncias de esos ministros y secretarios construirían otra capitulación. No le darán el gusto a Elisa Carrió ni a Mauricio Macri. Pero el problema sin resolver es que la permanencia de aquellos funcionarios no perjudica a Carrió ni a Macri, sino a los propios Kirchner. "La oposición es la que legitima ahora a la Presidenta y no el peronismo", señaló ayer Carrió.
Quienes han hablado en las últimas 24 horas con Alberto Fernández y con Duhalde se encontraron con la misma sorpresa. Son los gobernadores peronistas más cercanos al kirchnerismo, asegura cada uno de ellos por su lado, los que están muy preocupados por el curso de la crisis.
El peronismo en su conjunto, en efecto, está tomando distancia.
Alberto Fernández ha dicho que su renuncia tendrá sentido si detrás de ella se producen cambios profundos de personas y de políticas en el Gobierno.
Pero tendrá sentido también si no se produjeran: al ex jefe de Gabinete no le interesaba, sencillamente, seguir integrando un gabinete como el de ahora. Esa comprobación lo eyectó.
Sergio Massa llega con fama de buen gestor, pero no tiene la historia ni la fuerza política como para decir que no, cuando los "no" son más importantes que los "sí" para reordenar la política en un devastado campo de batalla.
Si todos los cambios se limitaran al de Massa por Fernández, el Gobierno habrá quedado peor aún que antes de que el anterior jefe de Gabinete cavara una frontera definitiva entre el pasado conocido y el futuro inédito.