Néstor Kirchner no sabe ganar ni perder. Soberbio y encarnizado cuando le
tocó la victoria, su primera derrota lo desnudó fatalista y trágico, blindado
entre incondicionales. Nadie pudo disimular nunca que una derrota es una
derrota. Cristina Kirchner, que no desentonó con la impronta de su esposo,
asumió sobre el fin de semana los estragos de una crisis inútil y, encima, mal
administrada. El Gabinete se caía. La Presidenta cavilaba sobre los alcances de
los cambios y sobre los nuevos ministros, que llegarán más pronto que tarde.
Con la carga de una bandera vencida, el matrimonio presidencial reconoció el
jueves, lejos del escenario público, la dimensión espantosa del fracaso. Una
nube oscura e inmensa se abatió sobre Olivos. Néstor Kirchner hacía las valijas.
Han ganado. Que ellos se hagan cargo del gobierno , repetía envuelto en llamas.
Cristina compartía esa visión del Apocalipsis. No buscaban un 17 de Octubre (que
nunca sucedería porque la comparación no era válida) ni un rechazo de la posible
renuncia presidencial por parte del Congreso.
Querían irse. Los Kirchner nunca han gobernado con las condiciones que impone
la debilidad; no saben hacer eso y no lo quieren hacer. Sólo la influencia del
jefe de Gabinete, Alberto Fernández, y, en menor medida, la del secretario legal
y técnico de la Presidencia, Carlos Zannini, pudo deshacer las maletas. Pero los
ajuares volvieron al guardarropa sólo en la tarde del jueves. Durante todo ese
amargo día, los Kirchner estuvieron más fuera que dentro del gobierno.
Más tarde, Néstor Kirchner intentó dar otro salto al vacío. Pidió que se
convocara a una conferencia de prensa en la que estaría rodeado por las
principales figuras del Gobierno. Su propósito era destruir a Julio Cobos con
nombre y apellido. El cacerolazo empezará antes de que termines de hablar , le
advirtió un amigo. Ese anuncio fue más eficaz que cualquier consejo
institucional: arrió la bandera en el acto.
Su primera derrota le ha obturado los censores para percibir el humor social.
Una sociedad distinta había amanecido el jueves, distendida, muy cercana a la
normalidad. Era, sobre todo, una sociedad consciente de que había recuperado la
libertad, que a veces se pierde en pequeñas e imperceptibles cuotas. Atrás había
quedado una Nación tremendamente enconada.
Ese masivo estado social es inversamente proporcional al derrumbe de la
popularidad del matrimonio presidencial. La sangría política sólo sucedió cuando
ya había ocurrido la pérdida de la confianza social.
El descrédito es contagioso. Cobos le ha hecho un favor al Congreso, que pudo
abrir sus puertas sin temores, y hasta a los senadores que votaron por el
Gobierno, que ahora pueden volver caminando a sus casas. El vicepresidente había
fijado con su célebre y titubeante frase ( Mi voto no es positivo ) un límite,
el primero e infranqueable, al desmesurado poder del kirchnerismo.
Ernesto Sanz, correligionario y adversario mendocino de Cobos, también uno de
los más brillantes oradores en la interminable noche senatorial, fue el único
senador sereno durante el largo monólogo del vicepresidente antes de anunciar su
voto. ¿Sabía hacia dónde se inclinaría Cobos? No. Pero los dos son mendocinos y
la política de Mendoza tiene un respeto mayor por las instituciones que el resto
del país. Sabía que Cobos votaría en contra del proyecto si quería volver a
Mendoza , explicó luego Sanz. Una hija de Cobos le había advertido algo parecido
a su padre, casi entre llantos: No podré caminar por Mendoza si votas con el
Gobierno , le dijo. El adversario y la hija tenían razón: Cobos pudo volver a
Mendoza convertido casi en un santón.
Sólo José Pampuro, dentro del kirchnerismo, pidió luego respetar la figura
del vicepresidente. No lo voy a desestabilizar , les adelantó a los peronistas
quien ocuparía la sucesión de Cobos si éste se fuera. Pampuro había combatido
hasta el final en defensa del matrimonio presidencial. En el bloque oficialista
se envolvió en la razón de Estado y en la conciencia institucional para reclamar
el voto a favor del Gobierno. El ex gobernador Rubén Marín lo esperó con su
autoridad de viejo referente del peronismo nacional. Luego, lo calló: ¿Dónde
está la razón de Estado? ¿Dónde están los problemas de conciencia? Este es un
problema de plata y punto , le replicó.
Es un problema de plata, en efecto, pero de plata que no le corresponde al
Gobierno. Es notable que el kirchnerismo deba enfrentar ahora una desastrosa
derrota por una resolución de un ministro que renunció. Es cierto que la
desorbitada resolución de Martín Lousteau trató, en medio de intensas luchas
internas, de neutralizar a Guillermo Moreno: éste quería fijar retenciones del
60 por ciento o más para toda la producción de soja, sea cual fuera su precio
internacional. Kirchner es el mariscal de la derrota, pero Moreno fue su más
fanático e inepto ayudante de campo.
En el fuego final, Kirchner le entregó la bandera de la revolución a Ramón
Saadi y se olvidó de que el gobierno de éste encubrió la muerte de María Soledad
Morales. Hay derrotas dignas que son mejores que las victorias indignas, aunque
éstas tampoco hayan sucedido. El senador santiagueño Emilio Rached, cuyo voto
decidió el empate, guardó silencio hasta el final sobre su posición. Pero antes
había hecho catarsis en los oídos de un pobre taxista, al que le adelantó su
voto en medio de un largo lamento sobre su ingrata suerte.
Alberto Fernández está seguro de que el gabinete murió en la madrugada del
jueves. Así se lo dijo a los Kirchner y les aclaró que no aceptará otro cargo en
el Gobierno. Pero con él deberían irse Julio De Vido, Aníbal Fernández, Moreno,
Ricardo Jaime y todos los funcionarios que responden al jefe de Gabinete o al
ministro de Planificación.
La Presidenta debería dar una señal clara de cambio, porque la sublevación ya
está a las puertas del peronismo. Los peronistas disidentes del Senado podrían
formar un bloque aparte (son nueve senadores cruciales) si el Gobierno
insistiera en leyes a libro cerrado. Carlos Reutemann le reclamó el viernes al
Gobierno que cuidara el texto, por ejemplo, de la ley de radiodifusión: No
votaremos cualquier cosa , le anticipó.
Reutemann es la figura popular de la sublevación, pero el salteño Juan Carlos
Romero podría conducir ese bloque divergente. Catorce diputados peronistas, que
reconocieron el liderazgo de Felipe Solá, podrían hacer lo mismo. Ya piensan en
un interbloque.
El ex presidente Eduardo Duhalde se ha propuesto la reconstrucción de los
partidos políticos para reemplazar la transversalidad de Kirchner, que terminó
destruyendo a los partidos políticos. Por eso, le escribió una cálida carta a
Cobos, al que imagina participando de la reconstrucción del radicalismo. Duhalde
está amontonando fuerzas en el peronismo bonaerense, pero eso no es una hazaña
ni un portento cuando el líder peronista en funciones es un líder derrotado.
Guste o no, el peronismo está buscando otras referencias y ninguna de ellas es
Kirchner.
En ese sombrío paisaje de sublevaciones e insolencias, ¿quién reemplazaría a
Alberto Fernández? ¿Quién a Julio De Vido? De Vido no comparte la opinión de su
viejo contrincante: cree que tanto Fernández como él son imprescindibles para
que el kirchnerismo siga con vida. A Néstor Kirchner le gusta escuchar esas
cosas. En la noche del jueves se reunió sólo con la fiel pingüinera: estaban
desde De Vido hasta Rudy Ulloa. Las horas de muchos de ellos están contadas.
Es cierto que tanto Fernández como De Vido son difíciles de reemplazar. El
jefe de Gabinete es operador político, mediador último de todos los conflictos y
hasta terapeuta matrimonial. De Vido está sentado sobre un monumental sistema de
obras públicas, de subsidios, y de entramados gremiales y empresarios. El
descomunal gasto público se escurre entre sus dedos. Nunca podrá haber dos
personas para reemplazar a ellos, sino un sistema distinto de gobernar.
Sobre esas decisiones oscilan en estas horas las reflexiones de la
Presidenta. El próximo jefe de Gabinete no debería tener ningún contacto con
Néstor Kirchner. El gobierno se torna imposible con el actual sistema , dijo un
kirchnerista que conoce las covachas de la cima. Kirchner se resiste, aunque
corre el riesgo de convertirse en el general de soldados perdidos de una causa
perdida.