La atención de casi todos los que hablaron o escribieron acerca de ese pasado traumático se concentró en el presunto golpe que el peronismo bonaerense, con Eduardo Duhalde a la cabeza, obrando como director de orquesta, habría perpetrado a expensas del gobierno de la así denominada Alianza. En cuanto al fugaz paso del puntano por la Casa Rosada, sólo los acontecimientos que se sucedieron en Chapadmalal, en la reunión de los principales gobernadores de entonces con el jefe de estado, se repasaron con lujo de detalles. Al margen quedaron otros de igual importancia aunque menos visibles.
Como quiera que sea, y sin ánimo de terciar en los debates a que han dado lugar aquellos sucesos, el papel de víctimas no les calza bien a los dos ex–presidentes. De resultas de lo visto y oído en estos días, daría la impresión de que el radical y el peronista de la región cuyana cayeron más como consecuencia de un complot en su contra, que de sus propios errores. En realidad, las cosas fueron al revés: las conspiraciones —si acaso existieron, lo cual no está probado— cobraron vida cuando la tempestad se había desatado. Una Alianza que, en sus insólitos pliegues, creyó posible cobijar a Fernando de Santibañes y a Diana Conti —un prestigioso economista de la Universidad de Chicago, aquél; pública defensora de José Stalin ésta— estaba destinada al fracaso.
Si a las contradicciones internas se le suman la renuncia previa de Chachó Álvarez, las tribulaciones presidenciales que venían de lejos y el corralito, la administración aliancista era la crónica de una muerte anunciada. Lo de Rodríguez Saá rozó, en cambio, el grotesco, y puso en evidencia algo que no siempre ha sido materia de análisis serios: cómo buenos intendentes o gobernadores pueden ser pésimos presidentes. El salto de un lugar a otro, demostró ser penoso para De la Rúa, Rodríguez Saá y Macri. La responsabilidad presidencial les quedó grande.
Estas miradas al pasado se solapan con las esperanzas y expectativas de unos políticos que, con mejores o peores títulos, según de quién se trate, se consideran —con marcada anticipación— candidatos potenciales para 2023. De cara a las elecciones que se llevarán a cabo dentro de dos años y aun cuando no lo expresen en público de manera abierta, es un secreto a voces la ambición de al menos tres representantes del Pro —Mauricio Macri, Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta—, más otros cuatro radicales —Facundo Manes, Martín Lousteau, Gerardo Morales y Alfredo Cornejo— y de, al menos, cinco peronistas de diferentes tendencias —Alberto Fernández, Máximo Kirchner, Axel Kicillof, Juan Manzur y Juan Schiaretti— de ocupar el sillón de Rivadavia.
Lo escrito hasta aquí, que parecería no tener relación con un informe semanal, viene a cuento de esa suerte de vocación argentina de mirar para atrás y pasar por alto aquello de lo cual deberíamos aprender y de tratar de adelantarnos a un futuro —de suyo, incierto— que en virtud de la pavorosa crisis que nos aqueja no se halla a veinticuatro meses vista, sino a veinticuatro siglos. Nadie sabe lo que sucederá dentro de siete días y algunos se prueban, como si tal cosa, el traje de presidentes. Nada de malo tiene el ser ambicioso. Por el contrario, es una condición indispensable para adentrarse en las procelosas aguas de la política. Lo increíble es alentar deseos presidenciales en la cubierta del Titanic.
Entre lo irremediable de ayer y lo aleatorio de mañana, hoy la única cosa clara son las dificultades que el país en general y el gobierno en particular deberán enfrentar en los próximos tres meses del año a punto de comenzar. El fenómeno más notable —y al propio tiempo, notorio— es que así como la gran mayoría de los hombres públicos —la totalidad de los oficialistas y buena parte de los que militan en el arco opositor— poco dicen acerca de la gravedad extrema de la situación, la sociedad parece no tomar conciencia del tema. Más allá de los problemas diarios que cada cual debe sobrellevar de la mejor manera posible, lo cierto es que no existe una preocupación generalizada de lo que se nos viene encima, a poco de repasar las únicas alternativas que tiene por delante el kirchnerismo. Por muchas especulaciones que se tejan en derredor de la negociación con el Fondo Monetario Internacional, llegados a esta instancia hay sólo dos caminos posibles que se pueden tomar, con la particularidad de que ninguno estará libre de obstáculos y que ambos —cierto es que en distinta medida— traerán aparejados efectos dolorosos e inevitables: o nuestro país se decide a firmar un acuerdo de facilidades extendidas con ese organismo de crédito o —de tanto orillar el precipicio— terminará incurriendo en un nuevo default. En uno u otro caso, será imposible—como en una cirugía— sortear el dolor, el sudor y las lágrimas. En este orden de cosas, se entiende más el intento del oficialismo de tapar el cielo con un harnero y hacerse el distraído respecto de lo que deberá consensuar con Kristalina Giorgieva —porque la principal responsabilidad recaerá sobre sus espaldas— que la estrategia de quienes se sitúan en la vereda de enfrente. El ajuste también parece ser tabú para ellos, con las honrosas excepciones de Javier Milei, José Luis Espert, Ricardo López Murphy y pocos más.
Son claras las razones en virtud de las cuales Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Martín Guzmán. no sólo no mencionan la palabra ajuste —que ha pasado a ser maldita— sino que se permiten proclamar que el crecimiento de la economía continuará a buen ritmo el año que viene, pasando por alto lo que significará arreglar los tantos con el FMI. Sería insensato que fuesen ellos a trasparentar los males que padecemos y el costo que tendrá dar ese paso referido a la deuda soberana argentina. Inversamente, carece de lógica el silencio de la oposición que —por lo mismo que refrendará o rechazará el acuerdo— necesita anticiparle a la población los probables alcances del mismo. En una palabra y para decirlo con arreglo al viejo refrán: el que avisa no traiciona. No se trata de pintar un panorama con tintes catastróficos ni de adelantar detalles que todavía ni los que negocian conocen. Si, en cambio, de poner en autos al país acerca de los días difíciles por venir.
Por lo actuado hasta aquí, la clase política sigue enredada en sus clásicas disputas de campanario. El kirchnerismo ha prendido el ventilador y de sus acusaciones no se salva nadie —ni la Justicia, ni los empresarios ni los opositores— mientras los del Pro, el radicalismo y la Coalición Cívica —después del papelón protagonizado la semana pasada en Diputados— no terminan de cerrar filas y actuar como un bloque sólido. Sus principales representantes no sólo disputan en punto al Consenso Fiscal —en tanto los gobernadores de la UCR van por un lado, el jefe del gobierno autónomo de la capital federal va por el otro— sino también en torno a la reelección de los intendentes de la provincia de Buenos Aires. Riña, esta última, que cruza en diagonal el esquema partidocrático y por momentos sitúa a los enemigos políticos en el mismo bando. Es que, a la hora de defender intereses concretos de territorialidad y negocios, las convicciones ideológicas se vuelven en extremo laxas.
Feliz año.
El análisis político y económico de los doctores Vicente Massot y Agustín Monteverde