Como era previsible el gobierno —arrinconado por la derrota de dos semanas atrás y falto de una estrategia distinta a la puesta en marcha cuando la campaña electoral dio comienzo— se ha lanzado a repartir plata, heladeras, bicicletas, planes y lo que tenga a mano para dar vuelta el resultado de las PASO. También ha creído pertinente ponerle fin a las medidas más antipáticas de la cuarentena y así —de un día para otro— se archivan los barbijos, se deja sin efecto la obligación de encerrarse después de un viaje, y el oficialismo se constituye en un defensor acérrimo de las clases presenciales, borrando con el codo cuanto se cansó de escribir con la mano. Por lo visto hasta aquí, ha desempolvado el viejo libreto distribucionista —que el peronismo conoce mejor que nadie— y le ha apostado todas sus fichas. En parte, porque ya no tiene tiempo de dar vuelta el timón y cambiar la dirección de las velas y, en parte, porque no se le cae a su estado mayor una idea razonable de la cabeza, lo cierto es que la acción gubernamental apunta al núcleo duro de su electorado y —de manera especial— a aquellos que el pasado domingo 12 de septiembre no se molestaron en acercarse al cuarto oscuro.
El razonamiento de sus conductores se resume en lo siguiente: la única posibilidad de mejorar los guarismos el próximo 14 de noviembre es poner plata en los bolsillos de la gente. Si la tarea resultase así de fácil, cualquier gobierno en problemas, con arreglo a este criterio encontraría una suerte de solución mágica para sus padecimientos. Salvo que en la materia el kirchnerismo haya descubierto la pólvora —cosa que suena disparatada—, hacer que la máquina de fabricar dinero funcione las veinticuatro horas del día, para luego repartirlo a tontas y a locas, no siempre ha dado buenos resultados en las urnas. Hay un abismo entre aumentar salarios, pensiones, jubilaciones y planes en un contexto de bonanza como fue el caso de Perón en 1946 y de los Kirchner en 2004, que llevarlo a la práctica en una situación como la actual, de alta inflación, reservas flacas, recesión aguda y desconfianza generalizada.
El oficialismo parte de la base —y en eso resulta en extremo realista— de que, salvo que se produzca uno de esos milagros que raramente ocurren, a simple pluralidad de sufragios —o sea, tomando el país como si se tratara de un solo distrito— el comicio está perdido. Por lo tanto, resulta lógico que vaya a buscar desquite en las provincias donde la suerte le fue adversa y donde se decidirá la futura relación de fuerzas en las dos cámaras del Congreso de la Nación. Su plan de mínima —si damos por buenas las confesiones de algunos actores de reparto que frecuentan los pasillos de la Casa Rosada, el Instituto Patria y la Quinta de Olivos— es ganar en La Pampa y en Chubut a los efectos de no ceder el quórum propio en el Senado, e incrementar en la medida de lo posible en el territorio bonaerense, en la Capital Federal, en Santa Fe, Río Negro, Neuquén y Salta el número de votos que obtuvieron las listas de sus candidatos a diputados en las internas abiertas substanciadas poco tiempo atrás. Es conveniente recordar que si se repitiesen exactamente los guarismos de las PASO, el Frente de Todos resignaría el quórum propio en la cámara alta y podría pasar a ser en la cámara baja la segunda fuerza, detrás de Juntos por el Cambio. Una verdadera catástrofe que pondría en tela de juicio la autoridad de Cristina Kirchner, la del presidente de la República y obligaría al gabinete —que a las apuradas sacó Alberto Fernández de la galera— a presentar su renuncia indeclinable. En cuanto al plan de máxima contempla —claro está— los objetivos reseñados más arriba y le suma una victoria en la provincia de Buenos Aires que, en el supuesto de concretarse, representaría para los K algo así como tocar el cielo con las manos.
¿Cuáles serían los factores —si acaso alguno— que favorecen al gobierno en estos momentos y cuáles parecen jugar en su contra? —Es difícil encontrar hoy uno solo que pudiese facilitar los planes del frente populista. Apenas sí la especulación de que, si hubiese una asistencia a las urnas de las personas que brillaron por su ausencia en las PASO y éstas votasen en su gran mayoría por el kirchnerismo, sus chances mejorarían. La anterior es una conjetura digna de Perogrullo. Posible como tantas otras cosas en este mundo; pero harto improbable. No sólo los simpatizantes del gobierno se quedaron en sus respectivos domicilios el domingo en el cual —al menos en teoría— debían cumplir con uno de los deberes sagrados de la democracia. Hubo faltazos de todos los bandos y nadie sabe a ciencia cierta cómo reaccionarán a mediados del mes de noviembre, cuando sea menester repetir el rito cívico. Que más gente irá a votar parece fuera de duda. Ahora bien, ¿serán millones o cientos de miles? —La diferencia no es menor y en cualquiera de los dos casos nada hace prever que los más vayan a inclinarse por el kirchnerismo. Echemos ahora un vistazo, siquiera sea a vuelo de pájaro, a los datos que deberían quitarle el sueño a los seguidores de los Fernández. Son básicamente cuatro.
La primera dificultad con la que topa el oficialismo se encuentra en la provincia de Buenos Aires y se relaciona con los diferentes partidos políticos que en los comicios del pasado 12 de septiembre fueron incapaces de superar el tope de 1,5 % de los sufragios necesarios para competir en las elecciones generales del mes de noviembre. En total, son veinte agrupaciones las que quedaron fuera de la carrera, con 800.000 votos a cuestas: Valores (que postulaba a Cynthia Hotton); Vocación Social (cuya cabeza visible era Cinthia Fernández); Frente Unión por el Futuro (liderado por Juan José Gómez Centurión), claramente de centro–derecha. Hay otras que congregaron al peronismo más ortodoxo, como las capitaneadas por Guillermo Moreno y Santiago Cúneo, y están también algunas de izquierda, ninguna de las cuales comulga con el kirchnerismo. Un análisis preliminar respecto de la intención de voto de estas fuerzas indica que las posibilidades de que se inclinen por la lista de Tolosa Paz son remotas. En cambio, es probable —aunque no seguro— que en su mayoría, o bien voten en blanco, o decanten a favor de José Luis Espert o Diego Santilli. La segunda dificultad está dada por la marcha de la economía. La táctica de la platita —para repetir el término usado por ex–ministro de Salud bonaerense, Daniel Gollán, que muchos juzgaron ofensivo— no alcanza a disimular los flagelos que aquejan a buena parte de las tribus peronistas: el desempleo, la pobreza y la recesión, a las que hay que agregar la inseguridad. La tercera complicación para el oficialismo estriba en las peleas —de público conocimiento— estalladas entre los principales dirigentes K. Si la fotografía que desató el Olivos–gate fue una de las causas que ayudan a explicar la derrota del kirchnerismo, la lucha descarada que siguió a los comicios protagonizada por el presidente y su vice a vista y paciencia del país todo no ha hecho más que espantar a parte del electorado que —en una proporción incierta— podría haber votado a los candidatos del gobierno en la puja electoral por venir. El cuarto obstáculo que se levanta en el camino que deberá recorrer el Frente de Todos en los próximos cuarenta y cinco días —poco más o menos— es la diferencia de sufragios que obtuvo, a expensas suyas, Juntos por el Cambio.
Nada parece haber cambiado en punto al humor de la población, a sus intenciones a la hora de toparse con las urnas, a la recusación de la forma como se han comportado las figuras estelares del oficialismo y a la sensación de desasosiego que embarga a una porción considerable de la sociedad. Lo que revelan las encuestas hechas con posterioridad a las PASO es un estado de ánimo similar al que se notaba en los meses previos a esos comicios, sin que existan razones para pensar que en las pocas semanas que nos separan del domingo 14 de noviembre algo modifique en beneficio del kirchnerismo los resultados que tan desfavorables le fueron catorce días atrás.