Las campañas electorales obran el efecto, al menos mientras duran, de un narcótico: nos distraen del mundo verdadero y nos sitúan en un escenario que sólo se sostiene por el afán de los políticos y los intereses que hay en juego. Nada alcanza a discutirse en serio en razón de que los tiempos de la radio y la televisión son cortos y de ordinario, cuando se cruzan dos o más candidatos en una discusión, abundan los gritos y faltan las ideas. Además, son pocos los que están capacitados para debatir temas de importancia con altura y conocimientos serios.
Por eso, por ejemplo, gana la primera tapa de los diarios ese llamado Manual de Convivencia —verdadero decálogo de jardín de infantes— que Juntos por el Cambio echó a rodar sin darse cuenta de que era lo único que no debía hacer. Básicamente, porque al ponerlo al alcance del público confirmó la sospecha respecto de su falta de tino y de la incapacidad para manejarse en el berenjenal en el cual se hallan metidos sus jefecillos. A alguien de los muchos referentes que pueblan la principal coalición opositora se le ocurrió una gran idea, que después —según parece— todos sus pares compraron como si hubieran descubierto la pólvora: borronear unas cuantas generalidades resabidas que, por arte de magia, pondrían paños fríos a tantas mentes calenturientas de ese espacio. Curioso que se pueda ser tan ingenuo o tan tonto.
Claro que en eso de mostrar la hilacha, poco antes de que se substancien los comicios planeados para los próximos meses de septiembre y de noviembre, el oficialismo le va en zaga a Juntos por el Cambio. El jefe de gabinete, a quien desearíamos escucharle decir algo medianamente inteligente sobre la baja del caudal del río Paraná, la brecha cambiaria, el alza del costo de la vida, o el éxodo de empresas extranjeras, creyó —por lo visto— que era más importante quebrar una lanza en defensa de los encuentros nocturnos del jefe del Estado en la residencia de Olivos. De haber callado, la repercusión en las redes sociales de los gustos personales de Alberto Fernández hubiese durado un par de días o poco más. Si le gustan las strippers es cosa de él, y si violó la cuarentena a esta altura es cosa del pasado. Mejor era dejarlo morir. Pero no, con una torpeza infinita Santiago Cafiero lo tomó como si fuese un tema de la mayor trascendencia y logró el efecto contrario al buscado.
Los ejemplos acerca de la inanidad de la clase política y de la poca —si acaso alguna— profundidad de las cuestiones que eligen sus miembros para dirigirse a la gente, son la regla. También es cierto que, entre los segmentos sociales que están cansados de escuchar las nimiedades aburridas que salpican los discursos de los hombres públicos; los que no los soportan, y los que están a gusto con el pan y circo, la campaña no podría ser muy distinta de lo que es. Chata, vulgar, gris y carente de toda hondura intelectual, cumple con las formalidades de la democracia y, en el fondo —como es de imaginar— no resuelve nada. Si no existiese, a nadie le molestaría demasiado su ausencia y nadie levantaría la mano para hacerse oír y defender su razón de ser. De más está decir que este es un fenómeno que cruza en diagonal al planeta.
La crisis del principio de la representación, unida a la noción generalizada de que los políticos terminan formando una casta que, so pretexto de servir a la ciudadanía, en realidad se sirven de ella, se halla arraigada con singular fuerza en buena parte del mundo. Ello no supone que la democracia vaya a desaparecer o que tremebundos monstruos autoritarios se preparen para ocupar el lugar de ella, a la primera de cambios. Después de todo, en determinadas geografías la fórmula funciona razonablemente bien, al margen de las imperfecciones apuntadas.
Entre nosotros, en cambio, desde 1983 a la fecha los resultados han sido desastrosos, y no hay razón para pensar que en el futuro inmediato el panorama pueda sufrir modificaciones auspiciosas. Más allá de la campaña en marcha, de los resultados que nos deparen las PASO; del porcentaje de vacunados con dos dosis que registre el país al momento de entrar al cuarto oscuro; de los millones de dólares que costará la bajante del Paraná; de la forma que se diriman las internas en los respectivos frentes; de cuánto aumente la pobreza de aquí a fin de año; de cuál sea la deriva de las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional; de qué tanto importe el giro verbal pro–castrista y pro–chavista del gobierno; e inclusive, de cómo terminen las elecciones de noviembre, hay una situación económica que hace las veces de variable independiente y que, con victoria o con derrota del kirchnerismo, el gobierno y el país entero no podrán esquivar.
Es posible jugar a las escondidas con la realidad por espacio de un tiempo determinado. La demostración más cabal de lo que decimos ha sido la marcha de la administración presidida por Alberto Fernández en el año y medio que lleva de gestión. En la tarea de esquivar el bulto; mostrarle el trapo rojo y dejarlo pasar de largo, imitando a un torero experto; desoír el ruido creciente que trae un río a punto de desbordar; ignorar las señales de alerta provenientes de los costados más diversos, y tratar de tapar el cielo con un harnero, el gobierno se ha hecho acreedor a un Muy bien, 10, felicitado. El problema que ahora tiene delante suyo y que el número de sufragios que coseche no va a solucionar, es cómo recuperar el tiempo perdido. Porque después de noviembre —o quizás antes, si los mercados se adelantan— el torero habrá demostrado ser un torpe y la realidad, tantas veces ocultada, reaparecerá para tomarse revancha.
De la misma manera que pocos le prestan oídos a los debates preelectorales, no hay persona que no sepa —con mayor o menor precisión, según de quien se trate— que el dólar, las tarifas de los servicios públicos, las jubilaciones y los sueldos del sector público, se encuentran —cuando menos— atrasados por decreto. Su valor no refleja la realidad, ni de lejos. Con la particularidad, por todos conocida, de que no existe la más mínima posibilidad de mantener semejante esquema vigente el año próximo. La olla a presión, en caso de que no se levante la tapa y se sinceren unas cuantas variables básicas de la economía, saltará por los aires.
El juego de las escondidas —que, por razones ideológicas, de la pandemia y de conveniencia electoral, el kirchnerismo llevó a sus topes en el curso de los últimos dieciocho meses— ha tocado a su fin. No hay espacio para que los congelamientos antes mencionados se puedan prolongar sin solución de continuidad, ni siquiera en el supuesto de que el oficialismo lograra, a expensas de sus adversarios y enemigos, una victoria clara el 21 de noviembre. Este es el dato novedoso al cual hay que prestarle de ahora en más especial atención: el resultado de las urnas no modificará la obligación del ajuste. En general, siempre se ha dado por supuesto que una victoria le otorgaría a un gobierno en crisis —cualquiera que sea— el espacio necesario para repensar su hoja de ruta, razonar con serenidad las políticas públicas que pondrá en marcha y tomarse el tiempo necesario para ejecutarlas o postergarlas. Esta vez las cosas no son así de lineales.
Lo primero que debe tenerse en cuenta es que, si el Frente de Todos consiguiese salir airoso de la pulseada electoral, la tentación que lo ganaría sería —casi con seguridad— la de tratar de convertirse en un poder hegemónico. Pero esa desmesura resultaría descontada inmediatamente por los mercados, que obrarían por miedo a un modelo crudamente estatizante y adelantarían el ajuste que el kirchnerismo no desea concretar. Si en cambio perdiese en su puja con Juntos por el Cambio, lo que quedaría en evidencia seria su debilidad para generar esos cambios impostergables. En uno u otro escenario, lo que no haga el Estado terminaría haciéndolo el mercado de una forma más dura y desordenada. Pero hay también un tercer escenario. Como lo más probable es que se produzca un empate entre los dos principales contendientes, el sinceramiento del que venimos tratando tendrá lugar con arreglo a los parámetros conocidos en nuestro país. Dependiendo de los ingresos en beneficio del fisco que produzca la soja y el conjunto de commodities de origen agrícola en 2022, y sin comicios a la vista, el gobierno kirchnerista implementará un plan de retoques y afeites varios en el que los jubilados, los empleados públicos, el campo, y los seis millones de argentinos que pagan impuestos, deberán sufrir más que otros conjuntos sociales.
Seguir como si nada hubiese ocurrido no es una alternativa válida. La economía cruje por los cuatro costados y a esta altura resulta imposible que el oficialismo se haga el distraído y mire para otro lado. Algún tipo de corrección —aunque el kirchnerismo no desea escuchar la palabra ajuste— estará a la vuelta de la esquina a partir del momento que se conozca el resultado de las urnas. Salvo que —conforme a una estrategia suicida— el gobierno decidiese mantener el rumbo de colisión que lleva, después de las PASO o con posterioridad a los comicios de noviembre, será imprescindible poner en marcha determinadas modificaciones al estado actual de las cosas.
Nada que se parezca ni remotamente a un programa de reformas estructurales. Si hubiese que ponerle un nombre y dar un ejemplo con base en nuestras experiencias de las últimas décadas lo que se viene tendrá —salvando las diferencias de tiempos y personajes protagónicos— más parecidos con el Plan Primavera de Alfonsín y Sorrouille que con el Plan de Convertibilidad de Menem y Cavallo.
Fuente: Massot / Monteverde & Asoc