Para la mayoría de nosotros el citado catedrático resultaba, hasta el domingo, un ilustre desconocido y nada lo hubiese sacado de ese anonimato de no haber sido por un análisis, de su autoría, acerca de cómo puede evolucionar entre nosotros, en los próximos 60 días, la segunda ola de la pandemia. Investigador y docente de la Universidad de Wisconsin, Gervini sostiene en su cálculo prospectivo que el pico de la peste tendrá lugar en la capital federal a principios de mayo, mientras en la provincia de Buenos Aires el momento más álgido será a finales del mismo mes. En CABA el número diario de contagios orillaría para entonces los 10.000 y el de muertos alcanzaría los 120. En el ámbito bonaerense se contarían 22.000 y 450, respectivamente. Por supuesto que todo estudio de este tipo tiene un margen de error, de donde no hay que tomarlo cual si fuese una verdad revelada. No obstante, su seriedad científica está acreditada.
Si el presidente de la Nación y el gobernador Kicillof tuvieron acceso al informe que comentamos es algo que difícilmente podremos saber pero que desde mediados de la semana pasada reaccionaron por miedo y tuvieron una suerte de brote de histeria, no caben dudas. Las formas y el contenido de las decisiones que adoptó Alberto Fernández con el proposito de poner coto a una peste que no sabe cómo parar, fueron los de un funcionario enceguecido por la impotencia. De lo contrario, no hubiera sumado un error detrás de otro en su afán de detener la catástrofe sanitaria que se avecina. Es evidente que no supo mantener la cabeza fría antes de obrar como lo hizo. Un mínimo de sensatez le hubiera hecho notar que representaba una locura ensayar una crítica respecto de los trabajadores de la salud para luego ordenar el cierre de las escuelas de la ciudad autónoma y de la provincia de Buenos Aires. La medida, escasamente resistida doce meses atrás, ahora iba a generar una revuelta de magnitud. Reacción que cualquiera con dos dedos de frente podía anticipar.
Embestir en contra de Horacio Rodriguez Larreta y quitarle, de la noche a la mañana, una tajada importante de los fondos de coparticipación que el gobierno federal le ex– tendía al de la ciudad autónoma es cosa bien distinta que tomárselas con la educación, los niños en edad escolar y los padres deseosos de darle a sus hijos una educación adecuada. Como no hay pruebas demostrativas de la relación entre presencia en las aulas e incremento de los contagios, el paso en falso del presidente lo fue de antología. Pelearse con las carmelitas descalzas no habría sido tan costoso.
Más allá de enderezar una intervención federal light a expensas del gobierno de CABA, movilizando a las fuerzas armadas y arrogándose derechos de dudosa legitimidad, el PEN no midió con detenimiento las consecuencias que tendría el camino que había elegido recorrer —y, si lo hizo, convengamos que estuvo flojo de entendederas. Por un lado, le dejó picando la pelota a Rodríguez Larreta en el área chica y sin arquero. Por el otro, obligó a pelear a un adversario que, por naturaleza, es manso y poco dado a los enfrentamientos. Doble equivocación, porque no había motivos de fuste para arrinconar al lord mayor de la capital de esa forma, ni era conveniente facilitarle que hiciera el primer gol sin despeinarse. Al margen, claro, de la posición incómoda en la cual dejó a dos de sus ministros: el de Educación y el de Salud. Tanto uno como el otro habían manifestado, horas antes del inconsulto anuncio presidencial, que las clases presenciales estaban aseguradas. Los dos hicieron las veces de monigotes cuando su jefe, sin avisarles, los desautorizó de tal forma. De más está decir que ninguno amagó siquiera con presentar su renuncia. La hombría de bien es una ilustre desconocida en el universo kirchnerista.
En otro ámbito, tan importante como el ministerial, sólo seis gobernadores —los de Buenos Aires, La Rioja, Catamarca, Santa Cruz, Santa Fe y Neuquén— cerraron filas junto a Balcarce 50, aunque no todos de la misma manera. Los restantes, en cambio, o bien se hicieron los desentendidos o bien decidieron desconocer la recomendación de Alberto Fernandez. Conclusión: de puertas para adentro del gabinete, el presidente demostró cuanto había quedado en claro con la precipitada salida de la ex–titular de la cartera de Justicia y, de puertas para afuera, la mayoría de los mandatarios provinciales le hizo saber tácitamente que no estaba dispuesta a convalidar su libreto a libro cerrado.
El litigio —que comenzó siendo político— ahora también se substancia en los tribunales y —como era de esperar— ha llegado a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El escenario que Alberto Fernández no fue capaz de imaginar y que lo ha llenado de indignación es el que, en estos momentos, pisa tanto él como su contrincante de la capital federal. Lo que se ha producido es una rebelión de hecho que de momento la Casa Rosada no sólo es incapaz de detener sino que bien puede terminar torciéndole el brazo. Ahora que la Justicia en lo Contencioso Administrativo federal hizo lugar al pedido del Procurador del Tesoro de la Nación, el gobierno de CABA decidió no acatar lo dispuesto por el juez Furnari. Alberto Fernández bien puede posar de malo y amenazar con el uso de la fuerza. Pero no está en condiciones de dar ese paso. ¿Se animaría —llegado el caso— a llevar a la práctica una intervención federal en medio de la pandemia? —No, aunque Axel Kicillof y algunos de los kirchneristas más exaltados le hayan aconsejado analizar semejante posibilidad.
El gravísimo problema que enfrentan la autoridades nacionales es que las medidas que no fueron acatadas en CABA —en teoría, al menos— durarán dos semanas más; o sea, cesarían cuando —de creérsele a Daniel Gervini— la capital federal debería sobrellevar diez mil contagios y 120 muertes diarias. Resulta difícil apostar a que dentro de catorce días Alberto Fernández no vaya a redoblar la apuesta y ordenar restricciones más duras en los dos distritos donde la peste más golpea. En la medida que la situación general sanitaria empeore —como es de esperar— mantener un frente abierto de tamaña magnitud con el gobierno de Rodríguez Larreta no podría ser más contraproducente. Sin embargo, la escalada del conflicto que a esta altura resulta indisimulable es fogoneada por el Ejecutivo nacional más que por el de la ciudad autónoma.
La ventaja parcial que lleva hasta el momento le permite al jefe de la capital manejarse con mayor comodidad que el primer magistrado de la Nación, cuya pérdida de autoridad es tan notoria como notable. Si en el curso de esta semana o a principios de la que viene el tribunal superior de justicia determinase que lleva razón la ciudad y no las autoridades federales, Alberto Fernandez habrá sufrido un nuevo revés de consideración, a manos no tanto de los cortesanos sino de quien se perfila como el candidato con más recursos y votos del arco opositor. Si —inversamente— la Corte dictaminase en favor de los argumentos sostenidos por el decreto de necesidad y urgencia de la Casa Rosada, de todas maneras su triunfo tendría algo de pírrico.
El registro de contagios del lunes y el martes y la suba en el número de muertos parecen indicar que —más allá de si el pronóstico del científico radicado en Wisconsin se cumple con exactitud o no— la segunda ola de Covid crece, de momento, sin solución de continuidad. Lo cual pone al gobierno en el peor de los lugares. Aun si creyese pertinente acusar a Rodríguez Larreta por el recrudecimiento de la peste, con pocas vacunas y sin un plan para capear el temporal sanitario, pocos comprarían una muestra así de sectarismo. Ideologizar la pandemia no parece ser un buen camino. Hasta la próxima semana.
El análisis político y económico de los doctores Vicente Massot y Agustín
Monteverde
Fuente: Massot / Monteverde & Asoc