La Argentina se encuentra aparentemente en un callejón sin salida. La caída en el PBI asociada a la pandemia fue superior a la de la mayoría de los países y se acumula a la recesión iniciada a mediados del 2018. Se enfrenta un severo estrangulamiento de divisas que impide expandir las importaciones para recuperar la actividad productiva y una inflación creciente. Si bien el empleo asalariado privado registrado se mantuvo, hubo una fuerte caída del empleo informal. La reducción de las remuneraciones es profunda y generalizada. Bajo estas condiciones no sorprende que la tasa de pobreza esté por encima del 40%.
En el marco del debate sobre diagnósticos y estrategias para salir de esta profunda crisis, el Ministro de Economía hizo pública su opinión de que la sostenibilidad fiscal no es un tema ideológico. El planteo va en contra de la idea muy difundida y arraigada en el sistema político y la opinión pública de que las políticas en favor de un sector público más ordenado son de “derecha”. En la visión del funcionario tener un sector público menos dependiente de la emisión monetaria y de la deuda es la manera de contar con un Estado fuerte. Un requisito central para poder hacer buenas políticas de “izquierda”.
¿Cuán pertinente y relevante es este planteo del Ministro? Según datos del Ministerio de Economía, tomando el gasto público total de la Nación y las provincias se observa que:
Entre 1960 y el 2005, el gasto público se mantuvo en el orden del 28%.
Entre el 2005 y el 2015 aumentó en 15 puntos porcentuales del PBI llegando al récord histórico de 43% del PBI.
Entre el 2015 y el 2019 baja al 39% del PBI.
Estos datos sugieren que el mal funcionamiento del sector público es un tema que trasciende las ideologías. Hasta la crisis del 2002 prevalecieron los vaivenes, con un sector público crónicamente deficitario, malos impuestos y gastos asignados con poco sentido estratégico. Luego vino la bonanza internacional que no fue usada para corregir estos problemas sino para profundizarlos. Por ejemplo, distribuyendo indiscriminadamente jubilaciones a personas sin aportes o subsidios a las tarifas de servicios públicos. A partir del 2015, se revierte esta expansión del gasto público, pero de manera muy parcial.
Gastar sistemáticamente por encima de los recursos disponibles es la manifestación cuantitativa del problema. De allí viene el déficit fiscal, el alto endeudamiento, la emisión monetaria, el estrangulamiento de dólares y la alta inflación. Pero quedarse en esta visión acotada lleva al callejón sin salida. Por un lado, están los que plantean el ajuste del gasto público. Por otro, los que lo rechazan porque genera costos sociales. El choque de estas dos visiones ha sido la constante en las décadas de la decadencia argentina.
Para salir de las frustraciones hay que asumir la integralidad del problema. No se trata solo de equilibrar ingresos y gastos (de hecho, en el 2019 se llegó casi al déficit primario cero) sino de abordar las cuestiones cualitativas. Tanto la baja calidad de los impuestos que se aplican como la ineficiencia y la falta de sentido estratégico con que se administra el gasto público. En las sociedades avanzadas los sistemas tributarios son mucho más simples y centrados en los ingresos personales y la riqueza. El gasto público se aplica con eficiencia a la provisión de buena infraestructura (energía, transporte y comunicaciones) y en la promoción del desarrollo social (educación, salud, seguridad, vivienda y urbanismo).
Ordenar el Estado no es un planteo de “derecha” ni de “izquierda” sino de estricto sentido común. Hasta que esto no se clarifique y asuma en el debate de políticas públicas, seguirán prevaleciendo las ofertas oportunistas, improvisadas e inconducentes. El resultado será profundizar la decadencia económica y social. Por el contrario, un ordenamiento integral del Estado le dará la capacidad para ejecutar buenas políticas públicas, más allá de las orientaciones ideológicas que se definirán en el proceso democrático.
Fuente IDESA