La caída del dólar en los mercados financieros duró un suspiro y en los últimos días el tipo de cambio libre volvió a subir por encima de los $170. El peligro es que se vuelva a desbordar con todas las consecuencias que esto generaría en el nivel de brecha cambiaria, presión sobre la inflación y faltantes para la producción. El Banco Central tampoco encontró la calma: en los últimos cuatro días tuvo que vender más de USD 300 millones de sus ya exiguas reservas.
La situación del BCRA continúa siendo crítica. Las reservas líquidas son negativas, por lo que ya estaría utilizando dólares de terceros. Ante la falta de información oficial, los analistas suponen que hasta ahora viene usando las divisas que corresponden al sistema de seguro de depósitos (SEDESA), que son alrededor de USD 2.000 millones. El problema es que también esa “caja” se estaría agotando.
El último recurso es intocable. Se trata de los encajes de los depósitos en dólares que aún mantienen los ahorristas en el sistema, después de una caída superior desde las PASO, hace 15 meses. De por sí es un error contabilizarlos en las reservas del BCRA, ya que no son divisas propiedad de la entidad, aunque sí podría llegar a utilizarlas. Sin embargo, nadie lo avalaría, ante la posible estampida que esto generaría entre los depositantes.
Existen algunas otras opciones, como salir a vender el oro y transformarlo en dólares líquidos, por alrededor de USD 4.000 millones. Pero también tiene sus inconvenientes, ya que podría ser leído como la venta de las “joyas de la abuela”.
Una salida intermedia sería recurrir al Banco de Pagos de Basilea (BIS) para que le preste al Banco Central contra garantía del oro. Se trataría de una solución temporal, una suerte de “puente” que le permita al Gobierno aguantar hasta la próxima cosecha de soja sin devaluar. Pero aún faltan muchos meses.
La evolución de las reservas se transformó en la nueva medición del riesgo país. Imposible ver la luz al final del túnel si el Central no logra empezar a recuperar parte de las divisas que perdió en los últimos meses.
La política no ayuda. Esta semana se produjo el primer cambio de Gabinete de Alberto Fernández, con una nueva avanzada del ala dura del kirchnerismo. Jorge Ferraresi, además de ser el intendente de Avellaneda, es el segundo del Instituto Patria. Y además fortalece la “conurbanización” en la toma de decisiones. Otro intendente, Gabriel Katopodis, ya manejaba la Obra Pública desde el arranque de la gestión, y en su momento también se optó por Fernanda Raverta –ex funcionaria de Axel Kicillof- para ponerse al frente de la Anses, tras la salida de Alejandro Vanoli. Imposible no ver la sombra de Cristina Kirchner detrás de estos movimientos.
El tratamiento del impuesto a la riqueza también promete generar ruido. La iniciativa era resistida por el propio Presidente y varios ministros del ala económica. Con buen criterio, consideraban que se trata de una iniciativa espanta inversiones. Así se lo hicieron saber los principales hombres de negocios de la Argentina al Presidente. Nunca hubo tanta coincidencia en el campo y la industria a la hora de señalar lo negativo que significaría el nuevo tributo, que la mayoría de los expertos considera confiscatorio. Pero nada de esto importó.
Fue más fuerte y decisiva la presión de Máximo Kirchner y Carlos Heller, los cerebros detrás de la iniciativa. No son pocos los que creen que así buscan compensar las políticas de ajuste que se vienen: la decisión de no entregar un IFE 4 en lo que resta de 2020, la nueva movilidad jubilatoria que no tendrá ajuste por inflación y la intención de reducir el déficit fiscal del año próximo respecto al 4,5% del PBI del Presupuesto.
Todo esto ocurre en una situación de gran inestabilidad. La economía se va recuperando lentamente de los efectos de la cuarentena. La industria y la construcción ya están en niveles de actividad superior a los de antes de la pandemia. Sin embargo, la suba de la inflación de octubre a 3,8% y el nuevo repunte del dólar marcan los límites de esta mejora.
El salto inflacionario del último mes fue mayor al pronosticado por casi todas las consultoras privadas. Resulta además llamativo en el contexto en el que se produce: fuerte recesión, caída del consumo, congelamiento de tarifas y también de alimentos y bebidas por el programa Precios Máximos. ¿Qué hubiera sucedido con los precios sin todos estos condicionantes?
El piso de la inflación pasó del 1,5% en abril y mayo (los peores meses de la cuarentena), a poco más de 2% a partir de agosto y ahora claramente ya se ubica por encima del 3 por ciento. Todo indica que al menos en los próximos tres meses se ubique por encima de ese nivel, con el impacto que esto representa en salarios que han tenido escasos aumentos a lo largo del año. La “puja distributiva’ será uno de los principales temas del 2021.
Es imposible no referenciar el fuerte impulso de los precios al salto cambiario y la dispara de los dólares financieros. En octubre el tipo de cambio libre llegó a $ 195 y la brecha superó el 120 por ciento. Al menos en forma parcial, este ajuste cambiario termina derramando sobre los precios. Es cierto que el traspaso es más lento que en el caso de una devaluación del tipo de cambio oficial, pero lentamente las expectativas de devaluación hacen su “trabajo”.
Las negociaciones con el FMI se concentran ahora en el exceso de pesos producto de la ayuda que el Estado tuvo que volcar a empresas e individuos por el efecto de la pandemia. La alternativa que encontró el ministro de Economía, Martín Guzmán, tampoco es del agrado del organismo. La colocación de bonos dolarizados por parte del Tesoro para reducir la dependencia del BCRA está lejos de ser una solución óptima. Tiene un elevado costo, complica más el panorama en caso de una devaluación y además le quita financiamiento de los bancos al sector privado.
Todas las fichas del Gobierno, sin embargo, están puestas en las negociaciones con el Fondo. Consideran que un acuerdo ayudará a alinear las expectativas, reducirán el riesgo de devaluación y mejorarían los niveles de confianza.
Pero las cuentas no cierran por ningún lado. El Gobierno pateó para adelante el pago de la deuda con acreedores privados, consiguiendo tres años de gracia para empezar a devolver el capital. Y ahora se negociará lo mismo con el Fondo. El programa de Facilidades Ampliadas que se discute incluye cuatro años de gracia para la devolución de los USD 44.000 millones y luego seis años con pagos semestrales.
La acumulación de vencimientos es enorme a partir de 2025 y los inversores se preguntarán de dónde piensa sacar los recursos la Argentina para hacer frente a semejantes obligaciones. La historia que se repite una y otra vez en los últimos 40 años.
Fuente: Rosario Finanzas