El "no me importa" de Alberto Fernández cuando le preguntaron sobre la
opinión de los economistas o la declaración de Máximo Kirchner de que se trata
de una opción entre "la vida y la muerte" son inútiles intentos de ahogar un
debate que es necesario. La Argentina vive un virtual estado de sitio que nadie
quiere llamar por su nombre.
De hecho, un comisario de Tigre les envió una circular a vecinos de barrios
cerrados, que ya se habían manifestado cansados de la cuarentena, para
notificarlos de que estaba prohibida cualquier "manifestación". Cualquier
manifestación significa también que está prohibida hasta la que respete la
distancia entre las personas. Esa circular deroga implícitamente el derecho de
los argentinos a reunirse y el derecho a la protesta, tan protegido por el
cristinismo cuando se trataba de manifestaciones que colapsaban el centro de la
Capital.
El argumento de que el debate sobre las mutilaciones a la libertad está en
todo el mundo no puede distraernos de lo que pasa aquí y ahora. En muchos de los
más importantes países del mundo las instituciones son más sólidas que las del
sistema político argentino. Aquí, las deserciones de los poderes Legislativo y
Judicial dejaron al Ejecutivo con la suma del poder público.
El juez de la Corte Suprema de Justicia Ricardo Lorenzetti advirtió ayer en un reportaje a la cadena CNN que "la cuarentena debe tener límites temporales" y que "los gobiernos no pueden avanzar sobre las libertades individuales". No se puede estar en desacuerdo con esas palabras. Otros jueces de la Corte Suprema prefieren no opinar en público porque esperan que caigan en sus manos recursos colectivos que reclamarán sobre la cuarentena y sobre los recortes a los amplios márgenes de la libertad. Podrían ser recusados si se conociera de antemano su opinión.
De todos modos, es la Corte la que tiene la obligación de poner en
funcionamiento a la Justicia, que está de feria desde que comenzó la cuarentena.
Los jueces del máximo tribunal Carlos Rosenkrantz, presidente del cuerpo, y
Horacio Rosatti son los únicos que promueven una salida inmediata, aunque
sanitariamente responsable, de la interminable feria. La Justicia es el único
poder del Estado que puede garantizar la vigencia de las libertades públicas e
individuales que preocupan a Lorenzetti. Los gobiernos son renuentes, sobre todo
en momentos de crisis y de temor colectivo, a ocuparse de la libertad de las
personas. Es un derecho esencial, pero también un fastidio para los que mandan
en momentos traumáticos.
Ese largo paréntesis en el servicio de justicia permitió que algunos jueces
decidieran sin mayores consultas la libertad o la prisión domiciliaria de presos
que no lo merecían. El caso más famoso es el del juez Daniel Obligado, que
aceptó que Amado Boudou, condenado a 5 años y 6 meses de prisión efectiva,
cumpla definitivamente la pena en su casa. Boudou fue juzgado por 10 jueces
antes de la condena. Obligado le aligeró la pena con su sola firma. Para peor,
el Presidente volvió a meterse en terrenos propios de la Justicia cuando pidió
públicamente que resuelvan rápido los juicios orales por la venta de dólar a
futuro y por el memorándum con Irán. En ambos casos está procesada su socia
política, Cristina Kirchner.
Alberto Fernández se ganó parte de su vida trabajando como profesor en la
Facultad de Derecho. Sabe de sobra que el presidente no puede interferir en
asuntos propios del Poder Judicial, aunque esté en desacuerdo con sus decisiones
(o con su falta de decisiones). Su compromiso político con la expresidenta no
puede llegar tan lejos, sobre todo cuando quiebra el principio fundamental de la
división de poderes.
El conflicto entre la pandemia y la libertad tuvo el escenario menos pensado cuando se dio en un asentamiento de emergencia de la provincia de Buenos Aires: Villa Azul, un lugar pobre y sombrío entre Quilmes y Avellaneda.
El gobierno bonaerense, controlado por personas muy cercanas a Cristina
Kirchner y bajo influencia de su propio hijo, Máximo, decidió aislar con la
policía a sus habitantes. Prohibió que salieran del predio e instaló un fuerte
operativo policial en los ingresos a la villa. Los condenó a vivir en un gueto,
a no poder acceder por su propia cuenta a la comida indispensable ni a salir
para cuestiones urgentes. Solo deben esperar que el Estado les acerque
diariamente un poco de comida. Ya hubo protestas en Villa Azul, como las hubo en
Tigre en sectores de la clase media. El exministro de Salud Adolfo Rubinstein se
manifestó de acuerdo con un fuerte control sanitario en Villa Azul, como pueden
ser el examen de la temperatura de las personas o el testeo de todos sus
habitantes, tengan síntomas o no. Pero cuestionó la presencia policial y, sobre
todo, la mediática. "Hay un brote en Villa Azul, pero la solución no puede ser
la estigmatización", señaló.
El problema de fondo es otro que no se llama por su nombre: sucedió el hecho más temido por el kirchnerismo. Consiste en que la pandemia se instaló en las villas de emergencia, donde el distanciamiento social es casi imposible (el hacinamiento es la manera más habitual de vivir) y donde es inútil el consejo médico de que hay que lavarse las manos. No hay agua.
El gobernador Axel Kicillof hizo una autocrítica, tal vez involuntaria, del peronismo. "Es muy difícil cumplir la cuarentena en La Matanza, dijo, por las malas condiciones de vida que hay allí". Tampoco se puede estar en desacuerdo con esas palabras. Pero el peronismo gobierna La Matanza desde la restauración democrática, en 1983; es decir, durante los últimos casi 37 años. Alguien deberá contar alguna vez la historia de ese distrito, que es en los hechos el quinto distrito electoral del país, y la responsabilidad del peronismo en su constante decadencia.
La estigmatización funciona también en sentido contrario. ¿Qué habría sucedido en la Capital si Horacio Rodríguez Larreta hubiera ordenado el aislamiento policial de la villa 31 o de la 1-11-14, donde empezaron los brotes más numerosos de la pandemia? Desde el cristinismo hasta la izquierda trotskista, todos hubieran convertido a la Capital en un escenario de furia y fuego. Simplemente, se hubiera repetido lo que ocurrió con el aumento a los jubilados. El cristinismo y la izquierda destrozaron la Plaza del Congreso cuando el gobierno de Macri mandó un proyecto de ley sobre una rebaja en la forma de aumentarles los salarios a los jubilados. Alberto Fernández está disponiendo por decreto aumentos mucho menores que los que contemplaba aquella ley de Macri y nadie dice nada. Parece que el kirchnerismo está vestido de amianto cuando toma las medidas más impopulares. La coalición gobernante puede hacer cualquier cosa con solo no llamar a las cosas por su nombre. O llamándolas de otro modo. En nombre del progresismo, por ejemplo, se pueden sitiar asentamientos pobres de la provincia de Buenos Aires o bajarles los aumentos salariales a los jubilados.
¿Por qué la economía no puede ser motivo de debate? ¿Por qué el Presidente tiene que vapulear a los economistas que plantean los problemas de la economía? La caída de la actividad económica en marzo fue del 11,5 por ciento con respecto al mismo mes de 2019. En marzo hubo solo diez días de cuarentena.
El derrumbe de la actividad económica en abril y mayo podría dejar a la economía en los mismos niveles de 2004. Nunca hubo una baja tan pronunciada de la economía como la de los primeros días de la pandemia.
Estudios serios advierten que la caída del PBI de este año podría rondar el 10 por ciento. Sería peor que la de la gran crisis de principios de siglo. Entonces, la caída de dos años, 2001 y 2002, fue del 14 por ciento. Otra vez el argumento de que la crisis económica sucede en todo el mundo no es una razón para que aquí no se hable de la economía.
La libertad de opinar también existe, tanto para los críticos del Gobierno como para el propio Gobierno.
No importa si los temas son la pandemia, la cuarentena, la economía o la propia libertad. Una mayoría de la sociedad argentina es demasiado sensible a la vigencia de sus derechos. Por eso, el debate sobre la libertad solo ha comenzado.