La Argentina no es una excepción ni podría serlo. La agenda de Alberto Fernández cambió dramáticamente cuando se detectaron aquí los primeros casos de la peste. Todo indica, además, que las cosas solo comenzaron en el país. Nadie sabe cómo evolucionará aquí la crisis sanitaria. ¿Será tan devastadora como en Italia y, en cierta medida, España? ¿O podrá ser prudentemente contenida como en Alemania? Tales incertidumbres llevaron al Presidente a modificar drásticamente la política inicial de su ministro de Salud, Ginés González García, quien prefería detenerse en el dengue y el sarampión cuando al mundo lo estremecía una enfermedad muy contagiosa, desconocida, sin vacuna y sin remedio. Hizo bien. Dejó atrás la etapa del nopasanadismo y entró rampante en la de duras decisiones similares a las de los países más azotados por la pandemia. Se adelantó, tal vez porque sabe que su gestión será evaluada por la administración de la nueva enfermedad. En la fase actual en la que está el Gobierno, no pueden -ni deben- descartarse otras medidas severas para frenar la proliferación de la enfermedad, que tuvo altos grados de mortalidad en algunos países.
Una especie de paréntesis en el proceso de globalización afecta también al gobierno de Alberto Fernández. Sucedió lo que parecía imposible, no por obra de una decisión política, sino por la acción de un virus loco e incontrolable. Si la globalización es la libre circulación de personas, bienes y servicios, es fácilmente comprobable que el tránsito de las personas se detuvo en seco y que el de bienes y servicios está seriamente afectado. La globalización volverá, y tal vez con más fuerza de la que conocimos. Pero no sucederá en los próximos tiempos. La primera conclusión es que una economía mundial seriamente dañada es una mala noticia para todos los países, incluso la Argentina. O sobre todo para la Argentina, siempre tan frágil. De hecho, el país está en el umbral de un default porque debe reestructurar deudas por 68.000 millones de dólares. Algunos economistas renombrados encogen esa cifra a 40.000 millones de dólares. Sea como fuere, la cifra no es grande y el default no debería ser una opción. "No quiero ser el presidente de un país en default", dijo el Presidente en las últimas horas. Funcionarios de su gobierno aceptaron, no obstante, que podría existir en las próximas semanas un default técnico. Esto es, que no se pague un vencimiento, aunque el default formal sucederá solo un mes después. Alberto quiere esquivar hasta esos tecnicismos.
La propuesta del Gobierno no es un misterio. Consiste en conseguir tres o cuatro años de gracia (sin pagar intereses ni capital) con una fuerte reducción en la tasa de interés. Si en esos años de gracia no se acumularan los intereses (que es lo que propone la administración), significará también en los hechos una quita en el capital de la deuda. Antes de la crisis del coronavirus, el valor de los bonos argentinos rondaba entre el 50 y el 60 por ciento. Nadie quería un canje en esas condiciones. Pero después de la brutal caída de los mercados financieros y bursátiles del mundo (la más grande en las últimas tres décadas), el valor de los bonos se desplomó a un rango de entre el 35 y el 40 por ciento. El Gobierno cree ver en los bonistas privados mejor predisposición ahora que antes de la crisis. También es cierto que el valor actual de los bonos coloca a estos muy cerca del nivel en el que son apetecibles para los fondos buitre. Los fondos buitre no negocian. Ellos especulan con el largo plazo y con los juicios en los tribunales norteamericanos, donde ya hay jurisprudencia contra los impagos de la Argentina.
La negociación deberá hacerse (y concluirse) en las próximas semanas porque el Gobierno acumuló dólares para pagar la deuda solo hasta el 31 de marzo. No tiene reservas autorizadas para pagar más allá de ese plazo. A principios de mayo tendrá un vencimiento de unos 1600 millones de dólares, que podrían ser los que caerían en default técnico si no se llegara antes a un acuerdo con los bonistas privados. La deuda no es grande, en efecto, pero el tamaño de toda deuda se evalúa por la capacidad de pago del deudor. La Argentina tiene una acumulación de pagos demasiado importante para el año en curso y no tiene dólares. Ni los tendrá, porque la crisis del coronavirus afectó seriamente al comercio internacional, derrumbó el precio del petróleo y bajó el precio de la soja.
Aunque el desplome del petróleo se debe también a cuestiones geopolíticas (la pelea no resuelta entre Rusia y Arabia Saudita), lo cierto es que el precio actual del barril hace inviable la inversión en Vaca Muerta. La Argentina puede conseguir cantidades importantes de dólares genuinos solo por dos exportaciones: las agropecuarias, que son reales, y las de petróleo y gas, que son potenciales. La caída de la inversión en Vaca Muerta, que ya existía antes de la crisis de los precios, podría ser más intensa aún. Y con el sector agropecuario estalló la crisis por el aumento en las retenciones a la soja. Un aumento extemporáneo según las condiciones del mundo que cambió en estos días. El Presidente dijo en las últimas horas que no rectificará su decisión de aumentar las retenciones a la soja, pero afirmó también que quiere dar vuelta la página. "Ya hicieron la catarsis. Ahora debemos juntarnos para seguir negociando otros puntos importantes para el sector agropecuario", señaló, aludiendo a la huelga del campo de la semana que pasó.
Rescata a los dirigentes del sector rural (incluido al presidente de la Sociedad Rural, Daniel Pelegrina), porque dice saber que ellos fueron llevados a la huelga contra su propia voluntad. Alberto Fernández está convencido de que los productores autoconvocados son seguidores de Pro, cuyo líder es el exministro de Agricultura Luis Etchevehere. Puede haber más paranoia que información, pero, de todos modos, no hay exministro capaz de convocar a una huelga si no existe un clima previo de rebeldía. "No voy a hacer ni decir nada contra ellos. Hay que volver a la mesa de negociación", concluye el mandatario. El campo es el proveedor más seguro de dólares cuando se complicó el comercio internacional por efecto de la pandemia. La decisión no anunciada de la administración de impulsar a cambio el mercado interno carece del atractivo del sector agropecuario. Los dólares imprescindibles vienen del campo.
Las cosas son más apacibles con el Fondo Monetario. El Presidente no duda de que habrá un acuerdo con el organismo para establecer un nuevo calendario de pagos. Kristalina Georgieva le hizo un favor no menor al Gobierno. Un documento oficial del organismo aceptó que la Argentina es de hecho un país en default; en rigor, lo describió como un país insolvente para pagar sus deudas. Lo que en cualquier otro lugar del mundo se hubiera tomado como un insulto, aquí llegó como una tierna caricia. ¿Qué es la insolvencia si no la definición del default? La conclusión sirvió para advertirles a los bonistas privados más que a cualquier otro. Colaboradores del Presidente aseguran que la única suerte del Gobierno es la coincidencia básica que existe entre la administración argentina y la nueva conducción del Fondo en manos de Georgieva.
Digan lo que digan, el coronavirus no postergó el tratamiento de la deuda, porque hay plazos de pagos que ni el desvarío de un virus puede posponer. Todos los otros temas (el aborto o la reforma judicial) pasarán para momentos en que la sociedad no esté trastornada por el pánico. Alberto Fernández sale un momento de la crisis sanitaria y hace una aclaración mirando a la Iglesia: "Yo no les dije hipócritas a los pañuelos celestes. Ellos piensan genuinamente como piensan. No son hipócritas. Se lo dije a los míos, porque me aconsejan que no plantee el debate, aunque coinciden con la legalización del aborto". Sale y vuelve a entrar. La crisis cambió todo. Cambió la política, la economía y la sociedad. Todas las viejas certezas han caducado.