Originario de Centroamérica y domesticado por el hombre durante los últimos 10.000 años, el maíz (Zea mays) es uno de los tres cereales más cultivados del mundo que, gracias a su capacidad para adaptarse, logró consolidarse en los sistemas productivos.
Utilizado tanto para la alimentación humana, animal como para la fabricación de biocombustibles, entre otros múltiples usos industriales, la expansión mundial de este cultivo está ligada a la mejora genética y desarrollo de variedades adaptadas a las necesidades de cada lugar: hoy el cereal puede encontrarse desde las latitudes más cálidas hasta las más templadas y desde el nivel del mar hasta más de 3.500 metros de altura.
Secuenciado en 2009 por un equipo internacional de científicos, ahora se sabe que el ADN del maíz está formado por 32.000 genes insertados en 10 cromosomas. Este hallazgo confirmó lo complejo que es el genoma del cereal debido a que el 85 % de sus secuencias genómicas se repiten múltiples veces.
En otras palabras, los transposones –elemento genético que puede moverse a diferentes partes del genoma– saltan llevándose consigo parte del ADN que los rodea, lo que genera mutaciones, incrementa la variabilidad genética y dificulta la secuenciación del ADN. Por esto, su estudio fue un gran desafío.
Gerardo Cervigni es experto en Genómica y trabaja en el Centro de Estudios Fotosintéticos y Bioquímicos del Conicet, ubicado en Rosario –Santa Fe–. Allí, estudia la estructura, función y evolución de los genes que integran el ADN del maíz. Con el genoma descifrado, Cervigni puede mapear los genes, conocer cómo funcionan y predecir las interacciones que prevalecen.
“La localización exacta de los genes es fundamental para conocer su función”, aseguró Cervigni y señaló: “Con el mapa del maíz, completo y ordenado, y mediante el uso de marcadores moleculares, podemos identificar y asociar los genes de resistencia de una enfermedad, plaga o alguna característica de interés”.
Saber exactamente dónde están los genes hará más fácil el trabajo de los fitomejoradores para crear variedades que produzcan más granos, de mayor tamaño o que resulten más tolerantes al calor extremo o a la sequía.
El mejoramiento asistido mediante marcadores moleculares trabaja directamente con la información del ADN. Esto quiere decir que el investigador identifica cuáles son los genes que aportarán las características deseadas. “Esta selección se puede aplicar en el estadio de plántulas, por lo que se disminuye el tiempo para obtener mejores genotipos y se reducen los tiempos y costos de la investigación considerablemente”, expresó Cervigni.
Seleccionar las mejores características y minimizar las probabilidades de que los cultivos sean perjudicados por factores externos son básicamente los objetivos de la genética clásica aplicada a los vegetales. “Conocer dónde están los genes que contienen las características de interés agrícola y cómo funcionan es muy importante para el futuro desarrollo de variedades”, señaló Marcelo Ferrer, especialista en Recursos Genéticos del INTA.
De acuerdo con Ferrer, el maíz que se cultiva en la actualidad es el resultado de un proceso de domesticación, realizado por pueblos indígenas de América, que consistió en seleccionar las mejores semillas y descartar el resto.
“En la Argentina, existen más de 40 tipos de variedades o razas locales de maíz diferentes que son cultivadas por los agricultores desde tiempos ancestrales y que hoy perduran en algunas regiones del norte del país, como en la Quebrada de Humahuaca”, indicó Ferrer quien agregó: “La adaptación a esas condiciones climáticas fue posible por la gran riqueza genética que presentan cultivos como maíz, papa y poroto”.
Con el avance de la tecnología y la incorporación de técnicas para el mejoramiento vegetal fue posible obtener cultivos adaptados a las condiciones de clima y suelo de un lugar.
Sin embargo, para enriquecer el conocimiento y las posibles mejoras agrícolas que se puedan incorporar, Ferrer destacó la importancia de trabajar con materiales locales como insumos básicos de germoplasma tanto para el mejoramiento como para diversas investigaciones genéticas básicas para el cultivo.
“Los materiales argentinos cultivados hace más de 50 años, contenían una gran variabilidad genética”, expresó Ferrer y agregó: “En la actualidad, lo más común –tanto en la zona núcleo como en el resto del país donde se produce maíz en gran escala– es encontrar lotes sembrados solo con ‘híbridos comerciales’ que son muy productivos, pero son muy uniformes y, en general, presentan vulnerabilidad ya que resisten o toleran el ataque de alguna plaga o enfermedad. Esto se debe a que perdieron la variabilidad que caracterizaba a su genoma”.
Desde 1950, el Banco de Germoplasma del INTA Pergamino conserva semillas de más de 2.500 entradas de maíz provenientes de todo el país. “Además de conservar los recursos genéticos de un país, el banco de germoplasma, mediante los trabajos de caracterización y evaluación, nos permite identificar materiales que resistan a factores bióticos y abióticos, que se adapten a suelos salinos, a mayores temperaturas o a la falta de agua”, ejemplificó Ferrer.