Mientras las expectativas inflacionarias se mantienen en un piso del 20% para este 2018, todos, incluso el gobierno, hablamos de bajar el déficit fiscal para reducir las necesidades de emisión monetaria y endeudamiento público. Sin embargo, vale la pena dejar un punto en claro. El problema de fondo no es el déficit fiscal, sino el nivel de gasto público. Apelando a mi propia herejía económica, prefiero un estado con un déficit fiscal del 3% del PBI pero con un gasto público del 18% del PBI, que equilibrio fiscal con un nivel de gasto público del 48% del PBI. Dicho en otras palabras, el problema de fondo es el nivel y la calidad del gasto público porque ahoga las inversiones, genera distorsiones en la asignación de recursos productivos, le hace perder competitividad a la economía y, en nuestro caso, incentiva la cultura de la dádiva.
Si uno mira la evolución del gasto público consolidado entre 2004 y 2015, para tomar los datos oficiales, aumentó 20,54 puntos del PBI, al pasar de 26,6% del PBI en 2004 a 47,14% del PBI en 2015. En forma desagregada, el gasto público de la nación aumentó 13,24 puntos del PBI, Provincias 6 puntos del PBI y municipios 1,26 puntos del PBI.
De los 20,54 puntos del PBI que aumentó el gasto público en el período 2004-2015 el grueso, 13,2 puntos corresponden a los llamados gastos sociales, incluyendo las jubilaciones.
Yo no veo razón para afirmar que no se puede bajar más el gasto público. Si entre 2004 y 2015 el gasto aumentó 20,5 puntos del PBI, es cuestión desarmar la maraña de subsidios llamados sociales que armó el kirchnerismo como gran negocio de clientelismo político.
Justamente, en una nota que publicó Rodrigo Pena, secretario de Hacienda, dice que la suma de esos gastos “sociales” equivale a 2,4% del PBI. Es decir, el verso de los planes sociales equivale al 57% del déficit fiscal primario. Y aquí viene un punto que es clave. El gobierno tiene que entender que las reformas estructurales no consisten en hacer el metrobus, las bicisendas o poner pasto en la Plaza de Mayo donde había baldosas y baldosas donde había pasto, sino, entre otras cosas, en cambiar la cultura de la dádiva por la cultura del trabajo.
Reestablecer las escuelas de artes y oficios para que quienes reciben planes sociales tengan la obligación de estudiar un oficio de carpintero, electricista, plomero o gasista, es volver a la cultura del trabajo. Hace más de 12 años que los sufridos contribuyentes estamos comiendo anchoas en el medio del desierto y nos piden paciencia con el gradualismo, mientras que a los que vienen haciendo la plancha viviendo de nuestro trabajo no se los puede molestar porque, supuestamente, estallaría el país. El negociado de las pensiones por invalidez, las pensiones para madres con más de 7 hijos y la AUH solo han contribuido a destruir más la cultura del trabajo. Jovencitas que quedan embarazadas varias veces para juntar varios planes sociales mientras que a nadie le importa si esos chicos van a tener el cuidado adecuado y la alimentación correspondiente no parecen ser temas relevantes. En nombre de la solidaridad social, se está impulsando que mujeres jóvenes, que podrían estar trabajando, tengan hijos para cobrar planes y luego dejar a esos chicos a la buena de Dios con el cerebro arruinado por la falta de alimentación, cuando no terminan cayendo en el paco que les destroza el cerebro. Terminemos con el verso de la solidaridad social y llamemos a las cosas por su nombre: por mantener el clientelismo político que aporta votos, se le arruina la vida a chicos que ya nacen sin futuro con estos programas sociales que son un verdadero estímulo a no trabajar, y los chicos son solo el instrumento que usan para cobrar los subsidios. Son descartables.
Recordemos que cada peso que gasta el estado, es un peso menos que puede gastar el sector privado, de manera que en todo caso, el supuesto efecto multiplicador que tiene el gasto público, tiene como contrapartida el efecto desmultiplicador de la actividad privada.
Gráfico 1
Recordemos también que de acuerdo a datos del ministerio de Trabajo, la cantidad de empleados públicos a nivel nacional, provincial y municipal sigue creciendo. Entre noviembre de 2015 y diciembre pasado aumentaron en 82.000 puestos de trabajo frente a los magros 21.300 puestos que se crearon en el sector privado en relación de dependencia.
Todo esto hace que los recursos que genera el sector privado no sean asignados de acuerdo a las necesidades de quienes generan la riqueza, sino que sea el burócrata vía empleo público, “gastos sociales” y subsidios de otro tipo el que defina la asignación de los recursos productivos. En otros términos, las utilidades que genera una empresa que podría invertir creando nuevos puestos de trabajo, van a parar a subsidiar a una legión de piqueteros que, bajo la amenaza de incendiar el país, pretenden seguir viviendo a costa del trabajo ajeno. Por lo tanto, la falta de inversiones reduce la competitividad de la economía, afecta las exportaciones y el salario real. Es decir, perpetúa la pobreza.
Mantener la legión de empleados públicos, que bajo el argumento que se incendia el país no se pueden tocar, nuevamente significa transferir recursos del sector privado al sector público para financiar el pago de esos empleados. Sea con impuestos que desestimulan la inversión o con el impuesto inflacionario que distorsiona los precios relativos, el financiamiento del exceso de empleo público afecta la productividad de la economía.
De manera que el problema de fondo no es solo el déficit fiscal. Equilibrar las cuentas públicas con una carga tributaria brutal solo conduce a una mayor decadencia. El problema está en el nivel y la calidad del gasto público que tenemos, donde las funciones básicas del estado que son defender el derecho a la vida, la libertad y la propiedad de las personas han quedado relegadas al último puesto en las prioridades del estado, en tanto que la creación de puestos de trabajo artificiales y gente viviendo de subsidios pasó a ser la prioridad de los gobiernos.
En síntesis, el estado ha quedado totalmente distorsionado y sobredimensionado en las funciones que no tiene que cumplir. Eso desestimula las inversiones, baja la productividad de la economía y conduce a la pobreza.
La evidencia es contundente. De los 20,5 puntos que creció el gasto público consolidado en la era k, 13,2 puntos corresponden a gastos sociales y cada vez tenemos más pobres y menos puestos de trabajo. Cada vez gastamos más plata en planes sociales y cada vez tenemos más pobres. Una locura.
Fuente: Economía para Todos