La situación argentina es preocupante. Una proporción relativamente grande de personas están tan marcadas por los dislates del gobierno anterior que parece que han quedado bloqueadas para formular críticas a lo que viene sucediendo. Los modales han cambiado radicalmente, una condición necesaria más no suficiente para salir del marasmo de setenta años de populismo.
Representantes de lo que fue el gobierno anterior hacen lo suyo: cada vez que se pronuncian aumenta la adhesión a la actual administración. La deuda pública aumenta a un ritmo peligroso, tanto la externa como la local, a raíz de los títulos emitidos. El déficit fiscal no cesa de crecer, si se incluyen los intereses y las provincias. El gasto total del sector público se sigue incrementando en términos reales y los enroques de gravámenes no cambian el hecho de contar con una de las presiones impositivas más altas del mundo. Conviene repetir las alarmas toda vez que sea necesario, para no chocar nuevamente contra la pared, tal como nos viene ocurriendo. Recordemos que el Gobierno inició su gestión agregando nuevos ministerios y reparticiones (para no detenernos en obscenidades como la financiación de equipos de polo o el bochorno del tratamiento de las jubilaciones).
Resulta indispensable detenerse en aquellos guarismos para evitar sorpresas. La ciclotimia provoca estampidas de entusiasmo que luego terminan en depresiones agudas. Tenemos una larga experiencia de siete décadas de populismo, es muy loable el haberse abierto al mundo, pero no es para mostrar lo mismo con otro disfraz, sino para abatir el eje central del populismo, que es el tamaño descomunal del leviatán que ocupa funciones incompatibles con un sistema republicano.
La buena voluntad y la decencia no son suficientes para una buena gestión. La
lucha contra la corrupción es esencial para evitar que se degrade la República,
pero es necesario repasar los ideales alberdianos que permitieron que nuestro
país estuviera a la vanguardia de las naciones civilizadas antes de que el
nacionalismo, la cerrazón y el fascismo nos invadieran.
La horrible tragedia del ARA San Juan mostró una contracara que, estimamos, debe mirarse con atención. Catorce países se unieron para ayudar a la localización del submarino, lo cual, dentro del drama espantoso del caso, permite vislumbrar un cuadro hasta ahora no visto en estas playas en cuanto a la solidaridad y amistad internacionales, en lugar de rabietas y declamaciones propias de las culturas alambradas, tal como desafortunadamente se observan en distintos lares, incluyendo la sandez argentina de "vivir con lo nuestro" y otras barrabasadas de calibre equivalente que aún aparecen en boca de empresarios prebendarios. Dados nuestros antecedentes, destaco la activa participación de la armada inglesa y la chilena.
No sólo en los nacionalismos sino en toda manifestación de populismo hay una
trampa que debe ser dilucidada y puesta al descubierto. No hay nadie que
abiertamente patrocine la miseria y la pobreza, todos los seres humanos, y muy
especialmente los políticos, declaman la necesidad de elevar el nivel de vida de
quienes se encuentran en inferioridad de condiciones, a veces directamente en
situación de hambre.
Pero el asunto radica en los medios para lograr los objetivos. Un error de diagnóstico y, consecuentemente, un error en la política a seguir resultan letales para los destinatarios. Esto último es lo que viene ocurriendo en el mundo, por lo que hay muchos que quedan encajados en la pobreza más extrema y los progresos en alguna medida se deben a que hay quienes pueden escapar de las garras del leviatán y se las rebuscan para hacer caso omiso de disposiciones confiscatorias. En una medida considerable, el progreso se debe a este fenómeno, puesto que si todos agacharan la cabeza habría muchas más que rodarían por el barro. Pero lo que ocurre es que generalmente los que pueden escapar del infierno no son los trabajadores en relación de dependencia: los aparatos estatales los demuelen, paradójicamente ¡en nombre de redimir a los pobres!
A nuestro juicio el engaño central estriba en no percatarse de que los salarios e ingresos en términos reales de la población se deben única y exclusivamente a las tasas de capitalización, a saber, equipos, instalaciones, maquinarias, conocimiento pertinente y similares que hacen de apoyo logístico al trabajo manual e intelectual para aumentar su rendimiento. No es lo mismo arar con las uñas que arar con un tractor. Esta es la diferencia crucial entre países ricos y países pobres. Entre el progreso y el retroceso. Nada está garantizado, todo puede cambiar en una dirección u otra. Los recursos naturales son del todo irrelevantes, lo importante es lo que se tiene de las cejas para arriba: la capacidad para establecer sistemas que liberen y aprovechen la energía creadora, lo cual solo puede obtenerse en una sociedad libre de intromisiones estatales que destrozan todo vestigio de productividad.
El nudo gordiano debe verse en la estrechísima conexión entre el volumen de ahorro disponible y los ingresos de todos, muy especialmente de los trabajadores marginales. En otros términos, cada vez que se sostiene que tales y cuales políticas estatistas deben ejecutarse es imperioso que se vea que los contribuyentes de jure disminuirán su inversión presente o reducirán su consumo, que afecta la inversión futura; en cualquier caso esas decisiones repercuten negativamente sobre los salarios e ingresos en términos reales, por lo que son especialmente los marginales que en definitiva hacen de contribuyentes de facto. Lo contrario son espejismos.
Por supuesto que esta situación no ocurre cuando la acumulación de riqueza no se debe a la eficiencia para atender las demandas del prójimo, sino que se ha explotado a los semejantes a través de alianzas con el poder de turno para contar con mercados cautivos y demás prebendas que redireccionan los siempre escasos recursos.
Uno de los tantos tumores de la economía de nuestro país radica en las mal llamadas "empresas estatales". La actividad empresarial no consiste en un simulacro, su característica medular en una sociedad abierta estriba en asumir riesgos con recursos propios. El empresario que atiende adecuadamente a sus congéneres obtiene ganancias y quienes no dan en la tecla incurren en quebrantos. La misma constitución de una "empresa estatal" inexorablemente significa derroche de capital, puesto que altera las preferencias del mercado (si van a hacer lo mismo que reclama la gente, no tiene sentido la intromisión).
Resulta tragicómico cuando gobernantes se empeñan en podas de funcionarios sin percatarse -digámoslo una vez más- de que, igual que con la jardinería, lo podado crece con más fuerza. De lo que se trata es de eliminar funciones que se dan de bruces con los valores de la sociedad libre. Tengamos otra vez presente que Shakespeare reflexionó en Hamlet: "Las enfermedades extremas se resuelven con medidas extremas o no hay cura". Las explicaciones pueden eventualmente resultar de interés, pero lo relevante son los resultados.
El Autor es Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y miembro de la Academia Nacional de Ciencias Económicas