Ese poder era lo que se discutía, no las modificaciones en los aumentos a los jubilados, frente al kirchnerismo, la izquierda y el massismo. Sobre todo, frente al cristinismo más cerril. El precio que pagaron el Presidente y el país fue demasiado alto. Una ciudad fantasmal, con su centro vacío y con un pequeño sector gobernado por violentos sin límites ni medidas, entornó un debate legislativo, cínico a veces, chicanero también. La gente común abandonó la ciudad o se encerró en sus casas. La policía metropolitana se convirtió en un colectivo de bonzos involuntarios. Esas imágenes de forajidos dispuestos a destruir todo lo que estaba a su paso, sin que nadie hiciera el intento de detenerlos, recorrieron el mundo y asustaron a la inmensa mayoría pacífica de la sociedad.
Fue peor que en 2001. Tal vez porque hace 16 años las cosas fueron más espontáneas. La orquestación de la violencia del lunes está fuera de toda duda. Nunca se había visto una calle repleta de piedras y cascotes de vereda a vereda. Fue la lluvia de piedras que cayó durante cuatro horas interminables sobre la policía metropolitana. Negocios y mobiliario urbano fueron destruidos en largos tramos de la Avenida de Mayo. Parecía una ciudad bombardeada, una especie de Aleppo sin razón. ¿Por qué la policía metropolitana esperó tanto tiempo? ¿Por qué eran necesarios 88 policías heridos (no hubo un muerto de casualidad) para que se pidiera el auxilio de las fuerzas federales?
Hay muchos teorías, pero quizá la más sensata sea la que explica la estrategia del jefe del gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, de diferenciarse claramente de la gestión de la Gendarmería el jueves pasado. De diferenciarse de Patricia Bullrich. ¿Fue así? Se equivocó si fue así. Rodríguez Larreta practica un pacifismo extremo que sólo se explica cuando no tiene un desafío violento al frente. El lunes lo tuvo. La izquierda trotskista y marginales de La Matanza y Avellaneda (dos municipios gobernados por el cristinismo), una mezcla de políticos y de barrabravas, estaban otra vez dispuestos a ingresar al Congreso y destruirlo. Eran necesarios 20 o 30 violentos dentro del edificio para desarmar la sesión y llevar el caos a una institución fundamental del sistema democrático. Estuvieron a punto de lograrlo cuando rompieron las vallas.
¿La estrategia era exhibir el grado de violencia de los depredadores? Eso se
logra con media hora de exposición ante las cámaras de televisión. Cuatro horas
es una desmesura de tiempo y una exposición demasiado indiferente de la vida de
los policías. ¿Quisieron evitar el muerto que los opositores necesitaban en el
recinto para levantar la sesión? Se supone que fuerzas de seguridad
profesionales pueden despejar un sitio sin que haya un muerto. Con camiones
hidrantes, gases lacrimógenos y la actitud decidida de los uniformados basta y
sobra. No se necesita matar a nadie. Las cosas no fueron más graves porque
algunos sindicatos históricos, como la UOM, y algunos movimientos sociales
vinculados con el catolicismo, como Barrios de Pie, no acompañaron a los
violentos. Barrios de Pie ya había dado una señal de sensatez cuando en la
mañana del lunes decidió no cortar los accesos a la Capital ni las calles. La
violencia quedó en manos del trotskismo y del cristinismo, una alianza extraña
después de 12 años de peleas permanentes. Desestabilizar a Macri es el objetivo
que los une ahora. Los colectivos que trasladaban a los manifestantes llevaban
el lunes un solo cartel: "Fuera Macri". No había ninguna alusión a la reforma
previsional ni de solidaridad con los jubilados. Nada. Sólo el anhelo de decirle
adiós a Macri. En las vallas que rodeaban el Congreso escribieron varias veces:
"Cristina-Kicillof 2019". Ninguna alusión a los jubilados. En la noche del
lunes, algunos jóvenes cristinistas recorrieron la ciudad en auto tocando bocina
al grito de "vamos a volver". Es el lema nostálgico del cristinismo fanático.
Eran pocos, pero hacían ruido. Pocos y estridentes es la definición que va
quedando del cristinismo. Estaban alegres, como si hubieran logrado una
conquista. La única conquista era el caos y la destrucción que habían
contribuido a provocar. La votación de la ley la perdieron horas después.
Los cacerolazos sucedieron a la violencia. La oposición se agarró de las cacerolas. Diputados oficialistas fueron a consultar con Rodríguez Larreta, que estaba en el Congreso. "Tranquilos. Son sólo entre 300 y 500 caceroleros", les aseguró el jefe del gobierno porteño. Emilio Monzó, presidente de la Cámara, resistía hasta la presión del bloque oficialista, que le pedía que cortara la sesión y ordenara la votación porque temía quedarse sin quorum. Monzó soportó como un monje zen los discursos de 40 diputados cristinistas, massistas y trotskistas que dijeron lo mismo durante cinco horas y pedían lo mismo: que se levantara la sesión. No quería darles un solo argumento a los opositores para que llevaran el escándalo de afuera hacia adentro. "Los voy a dejar hablar", los cortó a sus amigos de Cambiemos. Era un juego de fulleros entre el macrismo y el cristinismo. El equilibrio fue siempre inestable. La izquierda ayudaba al cristinismo. También el massismo, que actúa como atontado después de la derrota de octubre, como si hubiera perdido cualquier hoja de ruta política.
Cristinistas y trotskistas esperaban un herido grave (o un muerto) para
levantar la sesión. Levantar la sesión era el golpe de gracia que querían darle
a Macri. Hubo mucho cinismo de la izquierda, que reclamaba por los ángeles
caídos en la plaza del Congreso a manos de una policía represora y criminal. En
la plaza pasaba todo lo contrario. La policía era acorralada y perseguida
violentamente por los compañeros de partido de la izquierda que hablaba en el
Parlamento. La izquierda argentina nunca sabe si está dentro o fuera del
sistema. El propio Néstor Pitrola, referente del Partido Obrero, un hombre
formado intelectualmente, criticaba a la CGT porque no había llamado a una
movilización contra el Congreso, que el mismo Pitrola integró hasta junio
pasado. En 2001, la violencia fue repudiada por todos los partidos democráticos
con representación parlamentaria. Es otra diferencia. Ahora, el cristinismo, el
massismo y la izquierda se solidarizaron con los violentos.
El quorum caminaba sobre una cuerda en el aire. En cuanto el cristinismo advirtiera que el oficialismo y sus aliados tenían menos de 129 diputados pedirían el levantamiento de la sesión o una moción de orden para que se votara. Mario Negri, Nicolás Massot y Eduardo Amadeo se pasaron la noche recorriendo las bancas de los aliados para reclamarles que no se levantaran. Tenían votos para ganar, pero temían perder el quorum. Por eso, le reclamaban a Monzó que pusiera fin a la sesión cuanto antes. Monzó no se movió de su posición. Era preferible esperar. 127 votos a favor contra 117 en contra no es una diferencia muy grande. Los diputados santiagueños del matrimonio Zamora ya habían anticipado su fuga del voto afirmativo. Era necesario que por lo menos se quedaran sentados.
Los gobernadores cumplieron su promesa. El espectáculo de violencia los había terminado de convencer. Ellos son, después de todo, hombres de poder y saben cuando el poder está en juego. Lo dijo Juan Manuel Urtubey con palabras claras: "Ya no se trata de discutir si la ley es buena o mala. Hay que aprobarla porque está en discusión la autoridad democrática". Los gobernadores peronistas Juan Schiaretti, Juan Manzur, Gustavo Bordet, Domingo Peppo y el propio Urtubey, entre otros, se ocuparon de que sus legisladores se quedaran y votaran la ley. La ruptura de ellos con el cristinismo es ya definitiva.
Los cacerolazos del cristinismo en la puerta de la casa del juez Claudio Bonadio, en la noche del lunes, le sacaron el velo al pretexto de los jubilados. Es el miedo lo que lleva a los seguidores de la ex presidenta a los extremos. Es el temor lo que transforma una breve victoria de violencia callejera en un triunfo político que, en verdad, fue una derrota. El que ganó la votación fue Macri, aunque el precio que pagó en la calle fue innecesario. La autoridad política se conservó, a pesar de los intentos de debilitarla dramáticamente, pero las imágenes del lunes en el espacio público no pueden repetirse sin poner en riesgo la credibilidad del Gobierno.