Vi cómo forajidos se ensañaban con policías que no hacían mucho más que cubrirse con sus escudos, protegerse de la lluvia de piedras, cascotes, palos, petardos y bombas molotov.

Muchos agentes lesionados o heridos eran sacados del campo de batalla. Surcó el aire, camino de las fuerzas de seguridad, un martillo que se había usado para romper las veredas y hacerse de adoquines.

Vi todo ese espectáculo dantesco y empecé a preguntarme si sólo la policía tenía que defender el funcionamiento de una institución fundamental de la república y de la democracia. ¿Qué pasaba que no había líderes políticos, sociales y de los derechos humanos pidiendo paz y condenando esa glorificación de la violencia, que había empezado el viernes? Durante el fin de semana no hubo un rechazo generalizado de esa metodología. Más bien, un silencio ominoso. Mejor dicho, cómplice.

Vi que los forajidos tenían libertad para moverse y atacar, la mayoría a cara descubierta. Vi que la Policía de la Ciudad, por orden de la jueza Patricia López Vergara, estaba desarmada. Sólo gases lacrimógenos, camiones hidrantes y balas de goma, que usaron poco.

Vi que el número de los que agredían era muy superior al de los que defendían. Cinco por uno, diría el General Perón.

Un pelotón invertido

En la televisión hablaban de una batalla "cuerpo a cuerpo". Era una forma de decir. Unos tiraban cascotes desde no más de cuatro o cinco metros y los otros apenas se cubrían y devolvían algunas piedras. Una escena criminal. Parecía un pelotón de fusilamiento invertido.

En el Congreso, un diputado denunciaba represión policial.

No vi que los diputados de izquierda que asistían al debate en el recinto intentaran calmar a los forajidos de izquierda que convertían la Plaza Congreso en un pandemónium.

Los forajidos sabían lo que hacían. Estaban bien organizados. Ya por la mañana se había conocido el instructivo que recibieron.

También la policía seguía un libreto, escrito un poco por aquella jueza y otro poco por las autoridades políticas: pasividad, contención, no devolver golpe por golpe. Durante algunas horas era como que reinaba el garantismo, y durante largas horas el centro de la ciudad estuvo a merced de una horda furiosa y descontrolada.

Dentro del Congreso, muchos en la oposición necesitaban que el caos aumentara. Necesitaban -hay que decirlo- que corriera sangre. Que la sangre obligara a interrumpir la sesión. Que la sangre frustrara la discusión y la eventual aprobación de la ley previsional. Que Macri quedara manchado por esa sangre.

Frente a la pantalla se me ocurrió pensar en la posibilidad de que la policía, en un garantismo extremo, liberara el paso. La turba avanzaría sobre el Congreso. Ahí todo se aclaraba. Pero no hacía falta. Está igual de claro.

A la plaza llegaron después la Policía Federal y la Gendarmería, como refuerzos. Los forajidos cedieron terreno. Llevaron los disturbios a la 9 de Julio.

Paralelamente, al kirchnerismo le negaban el levantamiento de la sesión. Qué desazón para sus planes.

Otra vez está yendo por todo.