Unos hablan de la emergencia de un nuevo centro político al calor del éxito electoral de Cambiemos; otros recuerdan el papel histórico que le cupo al radicalismo como encarnación de un centro democrático que ahora podría renacer en una novedosa coalición; en fin, aquellos dispuestos a transformar al peronismo con mejores aires subrayan la condición centrista de un movimiento poco proclive a caer en el extremismo.
Como se ve, se trata de un menú variado que, sin embargo, no debe dejar de
lado un rasgo común: desde donde se lo mire, el centro evoca un lugar y un
estilo de hacer política. A partir de este dato, los caminos se separan en por
lo menos tres direcciones. Primero, el concepto alude a una línea recta o a un
hemiciclo donde el centro se ubica entre los extremos de la derecha y la
izquierda: es el esquema que nació durante la Revolución Francesa y se prolongó
hasta el presente. En segundo lugar, el centro traduce una actitud que impulsa
al gobierno y a la oposición a coincidir en torno a un núcleo de políticas de
Estado. En tercer lugar el centro, como creía Bolívar del Poder Ejecutivo, es
como el sol de una constelación que naturalmente incluye un conjunto de planetas
partidarios que giran alrededor de este.
El primer camino tiene un sinnúmero de referentes. En estos días lo ilustran las elecciones en Chile, el domingo pasado. Dos partidos o coaliciones, una de centroderecha y otra de centroizquierda, coexisten con coaliciones ascendentes: una situada a la izquierda y otra, menos relevante, ubicada a la derecha. El segundo camino presentaría la imagen de un arco moderado capaz de abarcar al oficialismo y a la oposición en un proyecto de reformas y acuerdos. Obviamente, esto es lo que estamos dirimiendo en estas semanas mediante complicadas negociaciones que comprenden al oficialismo, a los gobernadores de provincia, al Congreso y al poder sindical.
El tercer camino, en fin, es la gran tentación latinoamericana. De acuerdo
con esta traza, el centro no sería un lugar moderado entre extremos, donde se
discute y acuerda, sino una estrella de la que dependen el control y la
subsistencia de un régimen político. Con sus más y sus menos, los liderazgos que
cubrieron gran parte de nuestra experiencia democrática buscaron convertirse en
ese centro dominante, al modo de una hegemonía apta para gobernar e imponer
decisiones; para esta intención, el resto de los partidos haría las veces de
unos actores secundarios que carecerían de la virtud de infundir gobernabilidad.
Este mapa o geografía del poder está hoy presente entre nosotros. Por un lado, tras el triunfo de Cambiemos, no faltan voces que proclaman un cambio de época en el país con la configuración de un nuevo centro capaz de doblegar al peronismo y de mantener, en circunstancias poco propicias, una oferta consistente de gobernabilidad. ¿Significa esto que estaríamos intentando montar otra hegemonía con signo opuesto a las que la precedieron? O, más bien, ¿este episodio sería, por el contrario, el punto de partida de un régimen político abierto al pluralismo y al acuerdo sobre temas fundamentales?
En vista del modo como se han distribuido las preferencias electorales y del carácter que hoy reviste nuestro sistema representativo en el orden federal y en el Congreso, no parece que haya condiciones para internarse en otra aventura hegemónica. No está en el ánimo de los gobernantes que apuestan a favor de una reconstrucción republicana y tampoco resulta atractivo imaginar hegemonías cuando estas se han confundido con una trama corrupta edificada sobre la mentira. A pesar de contar con una justicia federal poco confiable, en estos días la hegemonía y la corrupción son las dos caras de una misma moneda.
Queda pendiente, por consiguiente, el recorrido del camino del centro que consiste en recrear dos grandes formaciones políticas con capacidad para pactar y superar los obstáculos que vienen bloqueando desde hace décadas nuestro desarrollo. Para esto es preciso conjugar el estilo moderado desde varios ángulos porque es sabido que la legitimidad de un régimen democrático y republicano descansa sobre una doble responsabilidad: la responsabilidad del gobierno y la responsabilidad de la oposición.
Durante un par de años esa responsabilidad compartida ha tenido apagones preocupantes y momentos constructivos. Es preciso recuperar este atributo so pena de acentuar una polarización que, si bien puede consagrar triunfos electorales, no contribuye a reforzar la calidad del régimen político. De instaurar esa responsabilidad compartida, el centro representaría un lugar de convergencia entre partidos moderados.
En este sentido, tan decisiva es la consolidación de Cambiemos como la reconstrucción de un peronismo capaz de renovar su oferta de gobernabilidad. Aun cuando venía de ocho años de gobierno en la ciudad de Buenos Aires y habiendo incorporado en su seno partidos y liderazgos tradicionales, Cambiemos entendió que sin una propuesta de renovación creíble la política carece de atractivo y confiabilidad. En esto ha radicado su acierto en un clima preñado de incertidumbre. Cambiemos está pues en marcha y ahora depende de los efectos del gradualismo para crecer y vencer la inflación; el peronismo, por su parte, aún está a la espera.
Esos cambios de estilo no suprimirán el conflicto y la contestación. Un rasgo típico de la tradición centrista es que a menudo ha sufrido, en mayor o menor grado, la impugnación de los extremos. En la actualidad, esas corrientes de rechazo no han desaparecido. Son voces que, en la vena de populismos y nacionalismos, cuestionan legados establecidos, obtienen apoyo popular y rememoran mejores tiempos. En Cataluña, las agrupaciones independentistas, después de provocar en España y Europa una tormenta institucional de graves consecuencias, encabezan el pelotón en los comicios del mes de diciembre; en Brasil, Lula retiene la parte más importante de la intención del voto para las elecciones del año próximo; en Chile, el Frente Amplio ha cosechado un porcentaje inesperado de sufragios que refuta gruesos errores de la encuestas de opinión; en México, López Obrador apunta como un candidato de peso capaz de terciar entre los dos partidos principales que disputan la presidencia.
Con diferentes motivos y liderazgos, estos signos revelan la fatiga que hoy aqueja a las democracias, en especial luego de que se desencadenó la Gran Recesión de los años 2008-2009. En consecuencia, el descontento no va a desaparecer, seguirá ocupando el espacio público y, paradójicamente, será un acicate para no aflojar en la praxis de la ética reformista.
Nuestro sistema representativo estaría por tanto a las puertas de reconstruir un campo de racionalidad pública siempre que una porción mayoritaria de legisladores pueda orientar las demandas de renovación que sacuden a las democracias. Para ello es imprescindible que pueda echar raíces una legitimidad de resultados económicos y sociales. Si estos se desvanecen, la renovación fracasa. Este sería el lugar de un nuevo centro político, plural y responsable; lo que se ensayó en el país y no pudo consumarse y que ahora explora un posible replanteo.