El presidente Macri está abriendo el debate sobre reformas básicas, hasta ahora postergadas, y se puede ser optimistas sobre los resultados. Pero la discusión pública racional suele ser perturbada por la irrupción de una memoria histórica conflictiva. Basta con recordar los episodios recientes del fallo de la Corte y el caso Maldonado. Se trata de una presencia intrusiva de cuestiones del pasado, que define rígidamente a los actores, conforma ideas y posicionamientos maniqueos, alienta los comportamientos excluyentes y facciosos, y hasta bloquea los diálogos.
Hay un malestar originado en el "pasado reciente", de los años 70. Para
muchos hay conflictos no saldados, culpables no castigados, víctimas no
reconocidas y, sobre todo, una lucha por la interpretación de lo que pasó, un
intenso combate por la memoria.
Ese malestar cercano se vincula con una mirada del largo plazo histórico, interpretado en términos de posturas excluyentes, conflictos insolubles y líneas en las que San Martín, Perón y Kirchner -así lo enseña De Vido- son protagonistas de un único y eterno combate. Esta versión nacional y popular está implantada en el sentido común y constituye el modo natural de interpretar el pasado. Promesas de grandeza nacional no cumplidas, realizaciones populares frustradas, enemigos internos al servicio de intereses antinacionales y antipopulares le dan su carácter traumático.
En los últimos años, el relato del kirchnerismo la empalmó con la narración
del doloroso pasado dictatorial y articuló ambas con otra: un setentismo
nostálgico, que recuerda el momento culminante de las luchas populares. Los tres
elementos se confirman y potencian recíprocamente, y alcanzan una solidez y
eficacia superior a cada una de sus partes. Conforman una síntesis que no
necesita ni de rigor lógico ni de fundamentación empírica para integrar y dar un
cauce común a todo tipo de voces disruptivas y conflictivas.
En los años kirchneristas, el Estado y los militantes la convirtieron en una
historia oficial hegemónica, acorde con el tipo de democracia autoritaria de
esos años. Remodelaron las ideas espontáneas y naturalizadas sobre el pasado,
galvanizaron a sus partidarios, definieron los campos y los términos de la
discusión, y acallaron las voces disidentes. En suma, ganaron la batalla
cultural. Con el kirchnerismo fuera del gobierno, este relato permanece
sólidamente instalado. Funciona como aglutinante, suministra los argumentos
confrontativos y conserva la capacidad para reducir a sus términos cualquier
discusión, bloqueando los debates públicos propios de una democracia plural.
Los relatos históricos siempre tienen un poder singular en la conformación de las ideas colectivas. El pasado interpela y constituye identidades, ofrece una clave interpretativa del presente y proyecta un destino. A la inversa, los proyectos políticos que nacen mirando al futuro necesitan, en algún momento, construir una filiación histórica, una respuesta al "quiénes somos y de dónde venimos".
La construcción de narraciones se desarrolla en el mismo espacio público donde se dirimen otras confrontaciones. En la disputa por la memoria colectiva operan actores poderosos. El Estado es decisivo, sobre todo cuando sus gobernantes lo utilizan para construir relatos partidistas. El papel de la educación es enorme, aunque aquí el Estado tiene otros competidores. También pesa lo que haga en materia de museos, monumentos, nominación de lugares públicos o establecimiento de feriados.
Igualmente significativo es lo que transcurre fuera del Estado. El lugar que en el pasado se asignó a los poetas -de Virgilio a Borges- o a los novelistas -Balzac, Tolstoi- lo ocupa hoy el periodismo de investigación, muy afín con la historia. También pesan los escritores, cineastas, productores televisivos y publicistas, quienes, aunque piensen con los relatos, están atentos al mercado. Wikipedia es un caso singular. Es una creación abierta a la opinión experta, un modelo de sociedad civil sana. Pero en lo referente a la Argentina, en los últimos años ha sido deformada por intervenciones sistemáticas, orientadas por el relato dominante.
En suma, no es fácil desarmar una versión hegemónica, con raíces profundas. No se trata de remplazarla por otra. Sería imposible, pero sobre todo inadmisible en una democracia. Se trata, en cambio, de recuperar una relación con el pasado que sea plural, abierta al diálogo y a la confrontación, y en permanente revisión. Se trata de reconstruir una memoria del pasado adecuada para una sociedad liberal y democrática.
Un buen comienzo sería recuperar el sentido de la verdad. Suele decirse: "Los hechos son sagrados, la opinión es libre". Aunque simple, permite marcar un punto de inflexión respecto de la manipulación grosera de los hechos que hoy se hace y recuperar la confianza en la posibilidad de una base fáctica sólida. Sin embargo, para los historiadores, la verdad es una aspiración, un horizonte nunca alcanzado, y en toda interpretación hay siempre una posición, una perspectiva, una valoración. Pero este artesanal oficio enseña a controlar la subjetividad recurriendo al juicio de los colegas. De esa confrontación resulta un conjunto de interpretaciones diversas, todas razonables, discutibles y comprobables. Quedarán fuera las provenientes del maniqueísmo, la teleología, la fantasía, la pasión.
Los historiadores de oficio pueden aportar sobre todo su capacidad para comprender y su reticencia a emplear juicios morales o jurídicos. Comprender implica percibir la variedad de la experiencia humana, sus múltiples causas, el peso de las circunstancias, y su despliegue en un escenario donde no existen ni el mal absoluto ni el bien pleno, sino una amplia gama de grises.
Un relato ceñido a la verdad, con más comprensión que juicios, restituirá a los ciudadanos un pasado menos maniqueo, menos conflictivo y sobre todo menos simple. Liberado de sinos traumáticos y enriquecido por una comprensión más compleja, cada ciudadano podrá sacar sus conclusiones, que sin duda contendrán un elemento moral, pero basado -si no en la verdad- en una explicación mucho más cercana a lo que realmente ocurrió. Se trata de una tarea terapéutica, que le puede permitir a la sociedad superar sus traumas y seguir adelante.
Para lanzar una empresa de este tipo, lo fundamental es el impulso de la sociedad. Los historiadores pueden aportar las ideas, pero se necesita un pequeño ejército de "hombres de buena voluntad" con voz pública, que se haga escuchar en los territorios en disputa. Hay que hablarles a los formadores de opinión, los educadores, los periodistas y comunicadores, los políticos, los que opinan. Una suma de intervenciones medianamente coincidentes podrá comenzar a modificar el sentido común dominante, impermeable a las intervenciones aisladas. No sé a quién corresponde la iniciativa. Pero, parafraseando al presidente Mao, para avanzar en esta batalla cultural prolongada es necesario que florezcan mil flores.
Una parte de esta tarea es una auditoría del Estado, hecha desde las organizaciones de la sociedad civil. Debe examinarse todo lo que el Estado, por impulso de sus gobiernos, ha hecho en materia de la memoria del pasado, que es mucho, y deben eliminarse los mecanismos manipulativos que aún subsisten en sus dependencias. Nada muy distinto, finalmente, que cualquier otra iniciativa relacionada con la transparencia.
El Estado debería volcar sus recursos a la promoción del debate, abierto, amplio y sostenido. Debe iniciar un camino que será largo, que no debería concluir nunca, y del que poco puede decirse hasta comenzar. Puede decirse, con Machado, que se hace camino al andar. En cambio, la meta es clara: establecer como política de Estado el autoexamen de la memoria histórica, su liberación de los factores traumáticos propios de una versión cerrada e intransigente, y devolver a la relación entre los hombres y su pasado una dinámica que nos permita discutir el presente y diseñar el futuro. Un pasado plural, que sirva a una democracia pluralista.