Lucía imperturbable, mientras Julio De Vido, el hombre más poderoso de los últimos años después de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, ingresaba a prisión. En cada rincón de la quinta de Olivos se respiraba un clima reivindicatorio. Hacía pocas horas que Mauricio Macri terminaba de conseguir, quizá, la victoria electoral más importante de su carrera. Altos funcionarios incluido lo más granado de su gabinete se abrazaban y continuaban con los medidos festejos iniciados el domingo. Esperaban el turno de ser recibidos por el número uno con alegre ansiedad. Pero el jefe de Estado recibió al visitante que tenía agendado a la hora señalada y con inusitada sobriedad. ¿Acaso no estaba contento? En las calles de la Argentina miles tocaban las bocinas de sus autos, como si estuvieran celebrando el fin de la impunidad. La fantasía del círculo rojo, sobre que jamás permitiría que De Vido fuera detenido por miedo a que prendiera el ventilador y complicara a su padre Franco o a su primo Angelo Calcaterra con sus negocios turbios, se terminaba de hacer pedazos.
¿Qué tiene en la cabeza de verdad Mauricio Macri? ¿Hacía dónde va? ¿Cuál es su plan estratégico? ¿A cuántos exfuncionarios, sindicalistas y empresarios más, veremos ingresar a prisión? El Presidente jura que la justicia se maneja con independencia del nuevo poder político, pero parece no ocultar su satisfacción ante la certeza de que algunos fiscales y jueces, de la provincia y de Comodoro Py, salieron de su letargo. No quiere ponerse el mismo traje de fiscal de la República que luce Elisa Carrió. Entiende que con no proteger a ningún presunto delincuente basta y sobra. Sin embargo, justo en el momento que debía relajarse y disfrutar, envía a su interlocutor un mensaje inquietante. Dice que ya está jugado. Que no le importa que el día de mañana, los presos de hoy salgan en libertad y decidan tomar venganza contra él. Que ya dedicó la tercera parte de su vida a la función pública y que no piensa dar marcha atrás. Explica que no gritó, como si fuera un gol de Boca, cuando le confirmaron la amplia victoria en todo el país o la derrota de Cristina. Tampoco sintió el resultado como una revancha personal. Macri no lo dice ahora, pero era el más convencido de toda la plana mayor de Cambiemos, de que se iba a ganar con semejante contundencia. ¿Se guardó en su memoria una postal íntima y secreta del triunfo? No. Solo recuerda, una y otra vez, lo que le pasó después de los festejos de Costa Salguero, cuando fue a comer, cerca de la media noche, con Juliana Awada y Antonia Macri a Los Platitos de la Costanera. Primero se le acercó un taxista que lo vio de lejos. Lo abrazó bien fuerte. No lo quería soltar. Después lo volvió a abrazar, ya con lágrimas en los ojos, alguien que se presentó como un peón de taxi. No tenía la dentadura completa, pero su esperanza estaba intacta. No era que estaba a punto de: lloraba. Lloraba sin parar. Y casi le gritaba."Yo le dije a la patrona: ¿Macri nos va a salvar. Macri nos va a salvar! Va a volver el laburo digno. Vamos a poder vivir mejor ¿Por qué vos nos vas a salvar no?" Feliz pero agobiado, le respondió: "Por lo menos voy a tratar". El Presidente no se puede sacar esa imagen de la cabeza. Se pregunta ¿un solo tipo, un solo Presidente, puede arreglar semejante quilombo? Se responde: es imposible. Ni aunque sea Superman. Ni aunque sea David Coperfield. Dice que será muy importante la enorme convocatoria de hoy, en el Centro Cultural Kirchner. Cuando habla de todos ellos, parece un líder de izquierda. O de centroizquierda. O progresista, para ser más concreto. Los define, a estos empresarios, sindicalistas y dirigentes políticos, como parte del 3% de la pirámide más rica de la Argentina. Los que perciben, por lo menos, cerca de $ 200 mil por mes, muy lejos del salario promedio, de apenas $ 20 mil.
Piensa que su gran desafío es convencerlos para que, de una vez por todas, ayuden a crear riqueza, en vez de tratar de sacarle al Estado alguna ventaja para mejorar su rentabilidad o mantener sus quioscos. Espera que la sociedad lo siga acompañando, porque él, asegura, va a continuar defendiendo la idea de que la energía, el transporte y los servicios no pueden ni deben ser gratis. O casi gratis. Y que no se puede seguir viviendo por semejante déficit fiscal. Plantea que ese 3% tiene que dejar de demandar y que los sindicatos se deben modernizar para que aparezcan nuevos puestos de trabajo genuinos. Sentencia que la mayoría de ellos viven en Palermo, Recoleta, Palermo Chico, Belgrano y los countries de zona norte de la provincia. Que son los que, si la Argentina vuelve a estallar, tienen la capacidad y los recursos para tomarse un avión y aterrizar en Miami. El problema, reflexiona, es que él no tiene el poder para obligarlos a cambiar su conducta especulativa y oportunista. Que debe convencerlos para que aprendan a competir. Dentro de la Argentina y con el mundo también. Que su tarea es seducirlos para que entiendan que tienen que hacer una contribución al país. Que no hay otra. Que es la última oportunidad de que la Argentina no se vaya al diablo. Algo parecido decía inmediatamente después de asumir. En ese entonces agregaba. "Espero que lo entiendan. Y si no lo comprenden o no puedo hacerlos comprender, me vuelvo a mi casa y me dedico a disfrutar los últimos años de mi vida". Ahora no lo repite. No tiene en la cabeza su propia reelección pero entiende que se dará de manera natural, si la economía y el cambio cultural se lo permiten. Insiste, igual que Marcos Peña, que el cambio no es patrimonio de su organización política, ni del gobierno. Que está sucediendo de abajo hacia arriba. Y que por lo tanto, se llevará puesto a quienes no lo entiendan. Incluso a sus propios funcionarios y partidarios. Sospecha que también se lo llevará puesto a él, si un día se marea con el perfume del poder y deja de salir a la calle. O deja de escuchar a quienes lo critican. Sugiere que por eso le sirve hablar con periodistas. En especial, cuando muchos, en su equipo experimentan la euforia de haber ganado a una mujer que se creía eterna e imbatible.