Bajo el título “El grano del siglo XXI”, le destina una amplia cobertura, explicando que el driver de la expansión es la transición dietética que experimenta la República Popular China y otros países asiáticos. La mejora en los ingresos y el fenómeno de la urbanización motorizan un mayor consumo de proteínas animales. Y éstas se producen echando mano a una fuente de proteína vegetal, hoy insustituible, que es la harina de soja.
Es una gran noticia para la Argentina, que sigue ocupando el tercer lugar en el podio global de los productores de soja, detrás de Brasil y Estados Unidos. Sin embargo, la buena nueva se empaña cuando miramos la performance comparativa entre los tres grandes “players”. Estamos perdiendo posiciones, claramente.
Mientras Estados Unidos y Brasil siguen expandiendo la producción, combinando el aumento de la superficie y de los rendimientos, aquí estamos estancados. Y es probable, casi seguro, que en la próxima campaña habrá un achique considerable: quizá unas 3 millones de toneladas, fruto de una caída de la superficie de aproximadamente un millón de hectáreas.
Es cierto que la recuperación del área con cereales, como el maíz y el trigo, es una de las causas de esta reducción. También hay pérdida de área como consecuencia de las inundaciones en el oeste de la pampa húmeda. Pero estos fenómenos no deben hacer perder de vista un hecho mucho más grave: se han estancado los rendimientos.
Mientras en los Estados Unidos la tendencia del rinde a nivel nacional está creciendo a un ritmo de casi un quintal por hectárea y por año, aquí perdimos viento. Aquí, entre la revolución de la RR (Nidera) y los grupos 4 (Don Mario), cuando despuntaba el siglo XXI los rindes subían con saltos de 2 quintales por año. En cinco años pasamos de 1,8 a 2,8 toneladas por hectárea. Pero a partir del 2010 no pasó gran cosa.
Esta semana, la organización Fertilizar presentó un trabajo que puso el acento en una de las causas del fenómeno. La falta de una adecuada nutrición del cultivo de soja tiene un impacto sensible en esta flojera. Se está usando la mitad del fósforo y el azufre que requiere la simple reposición de lo que se lleva cada tonelada de soja, afectando no solo los rindes sino la remanida cuestión de la sustentabilidad.
Lo más paradójico es que la relación insumo/producto es favorable. La soja devuelve con 450 kg adicionales cada hectárea correctamente fertilizada. Son 120 dólares, frente a un costo de 40. Tres a uno.
Puede argumentarse que están las retenciones, hoy en el 40%. Correcto: si no existieran, ese 3:1 pasaría a 4:1. No es moco de pavo. Ayudaría a romper la barrera que se autoimponen los más remisos. Algún día habría que calcular el extraordinario lucro cesante que, a nivel nacional, está generando la falta de una solución más imaginativa para sustituir los derechos de exportación por el impuesto a las ganancias.
Lo que más afectan es, precisamente, la relación insumo/producto, generando un claro sesgo anti tecnológico. El Estado se lleva 500 dólares por hectárea, diez veces más de lo que el productor necesita para abonar el cultivo. La falta de fósforo no está tanto en el suelo como en el cerebro. La soja es el principal producto de la economía, 20.000 millones de dólares de exportaciones. El estancamiento nunca será gratis.
Pero lo concreto es que el productor parece haber alcanzado una especie de estado de confort con esos 3.000 kg/ha que cualquiera logra sin mucho empeño. El tema que impregna todo es el (para nada menor) de las malezas tolerantes. Y el de la “agricultura por ambientes”.
Son estrategias necesarias, pero defensivas. El “yuyo”, tan golpeado, padece el letargo. Hay que volver a la mística de hace veinte años, aquél vértigo de la carrera de los rindes. Y volver a pelear la punta.