Un presidente que 24 horas antes parecía acorralado por el debate sobre el caso Maldonado, se convirtió poco después en el dueño de una enorme victoria electoral. La historia de Macri es así: nunca las conquistas políticas le fueron fáciles. ¿Qué sucedió en el país y, sobre todo, en su sociedad? Tal vez más allá de su propia persona, Mauricio Macri expresa el cambio y la fatiga de los argentinos. Macri, el primer presidente en 70 años que no es ni peronista, ni radical, ni militar, ganó la segunda elección nacional consecutiva y batió a Cristina Kirchner en territorio bonaerense. Cuatro puntos constituyen una diferencia significativa en el único distrito del país que era kirchnerista. Ya no se trata de Daniel Scioli. Cristina es la jefa política de su oposición más acérrima y cerril. Pero la ex presidenta es, le guste o no, un exponente cabal de la vieja aristocracia política. Y la fatiga social es con un sistema político que gobernó desde 1983 y que dejó al país con más problemas que soluciones. La ineptitud y la impotencia, la corrupción y la indiferencia hicieron de la Argentina un país más pobre, más inseguro, más injusto. Cada experiencia política de estos 25 años de democracia, sistema que felizmente sobrevivió a sus dirigentes, terminó con una crisis, manifiesta u oculta. Quizá Macri es el resultado auténtico de la monumental crisis de 2001. Todo lo que sucedió entre aquel colapso y ahora se parece más a la continuidad del viejo statu quo, aunque debidamente maquillado con un discurso renovador.
La dirigencia política y social debería preguntarse quién elabora la agenda
de sus discusiones. Macri, que consiguió ayer el poder real de la Argentina (en
2015 sólo logró los atributos del poder), claramente no es el arquitecto de ese
temario. Hay todavía en el escenario público una importante preeminencia de
voces que provienen del kirchnerismo o del filokirchnerismo encargadas de
elaborar una agenda a la que se someten casi todos los sectores políticos y
sociales. El relato no ha concluido, aunque en el poder ya no están los
relatores. Un ejemplo: es probable que la sobreactuación del kirchnerismo en el
caso de la dolorosa tragedia de Santiago Maldonado, convertido en una dura
bandera antimacri, haya terminado por abroquelar al antikirchnerismo en
cualquiera de sus formas e intensidades. O el caso no tuvo en la sociedad,
desgraciadamente, la repercusión que la dirigencia política y social le dieron.
La desaparición de una persona es un hecho grave en cualquier circunstancia,
pero el caso se politizó a tal extremo que terminó basculando entre el fanatismo
y la indiferencia. Para el kirchnerismo fue un crimen de Macri; para el
antikirchnerismo fue un problema de los kirchneristas. Hay también un sector de
la política argentina (el cristinismo y la izquierda son su mejor expresión) al
que le gusta ignorar los hechos. Otra vez el ejemplo del caso Maldonado: seguían
culpando a Macri después de que la unanimidad de los médicos forenses concluyera
que el artesano se ahogó. O el discurso de Cristina sobre la insensibilidad de
Macri cuando el 80 por ciento del gasto primario del presupuesto está dedicado a
cuestiones sociales.
Cristina Kirchner ha perdido. Es la primera derrota de su vida como candidata y
la tercera como jefa política. Perdió en las legislativas de 2013, en la segunda
vuelta de 2015 y ayer. Nunca antes, en cambio, había sido derrotada con su
nombre en las boletas de un domingo electoral. La conclusión obvia es que se
trata de una mala jefa política. Las elecciones de 2011 se hicieron en
circunstancias excepcionales: su marido había muerto justo cuando la economía
empezaba a repuntar. Sin embargo, todas las decisiones que tomó luego Cristina
en su condición de jefa que reemplazó a Néstor Kirchner fueron un error sin
paliativos. ¿Se ha terminado Cristina? Ella es beneficiaria de la bancarrota que
asoló ayer a casi todos los dirigentes peronistas de renombre. El peronismo fue
otra vez decapitado (la primera vez fue en las primarias de agosto). Sólo se
salvaron los Rodríguez Saá, que siempre pueden hacer un milagro en un día de
elecciones, y el pampeano Carlos Verna, que ganó por unas décimas. Ambas
dinastías provinciales no significan nada para el peronismo; son especies de
Corea del Norte dentro de la Argentina. Nadie puede entrar a sus provincias,
pero tampoco ellos pueden salir. Los pocos peronistas que han ganado, como el
sanjuanino Sergio Uñac, tienen por delante la titánica misión de instalarse en
el escenario nacional. Han derrapado los peronistas Juan Manuel Urtubey, Sergio
Massa y los cordobeses Juan Schiaretti y Juan Manuel de la Sota.
El joven gobernador salteño, que se preparaba para competir contra Macri en
las presidenciales de 2019 y para liderar la renovación peronista, perdió por
nueve puntos en su provincia. La diferencia es grande, aunque él asegura que ese
fracaso no lo amedrentará. La pregunta que nadie responde es una sola:
¿perdonará el peronismo una derrota? Nunca lo ha hecho hasta ahora, pero es
cierto también que nunca antes estuvo tan carenciado de liderazgo político. Esas
son las cosas que le permitirán a Cristina decir que, entre tantos peronistas
vencidos, ella es la que tuvo más cantidad de votos.
Pero hay que mirarla también desde otro mirador: el judicial. Cristina Kirchner
está más cerca de la cárcel que del Senado. En los próximos días, Julio De Vido,
que fue el ministro que administró la mayor cantidad de dinero del presupuesto
durante los 12 años kirchneristas, acomodará sus huesos en una celda. Después de
él, ya sólo está Cristina en la culpa del masivo robo de dinero del Estado. Ella
tiene, además, otras causas, tal vez peores: la denuncia del fiscal muerto
Alberto Nisman por el acuerdo con Irán. O el lavado de dinero en sus hoteles y
edificios con la complicidad de Lázaro Báez y Cristóbal López. En esos
expedientes están ella y su familia. Nadie más. Ningún ex funcionario. El lavado
de dinero es un delito autónomo. No es necesario probar el origen espurio del
dinero para que el lavado sea un delito. Lo es con su sola consumación. Los
jueces, sobre todo los federales, son eficaces lectores de los mensajes
políticos y sociales. Han percibido las lecciones que dejaron ayer las urnas. La
ruina política de Cristina sólo ha comenzado.
La tragedia judicial del kirchnerismo (y de Cristina en especial) tuvo ayer un correlato casi irónico. La dirigente que más denunció por corrupción a esa fracción política durante sus años de esplendor, Elisa Carrió, hizo la elección más notable que se haya registrado en la Capital. En ninguna elección legislativa anterior un candidato había cosechado el 51 por ciento de los votos. Uno de cada dos porteños votó por Carrió. Es la misma dirigente que sacó apenas el 1,8 por ciento de los votos nacionales en las presidenciales de 2011. La votación de ayer conlleva de alguna manera una autocrítica social.
La sociedad reforzó el liderazgo de Macri como presidente y su condición de jefe político de una coalición novedosa. Los problemas no han desaparecido. La solución de ellos requiere de más protagonistas que el oficialismo. El oficialismo tuvo más votos que legisladores. Será la primera minoría del Congreso, pero minoría al fin. El proyecto de un amplio e "histórico" acuerdo político no debería esfumarse. Macri encontrará al peronismo y a los sindicatos más dispuestos a acordar que a confrontar. No hay nada que el peronismo respete más que el poder electoral. Y Macri le ha demostrado que es un líder capaz de arrasar en elecciones nacionales y hasta compitiendo con la dirigente más carismática del peronismo, Cristina.
El Presidente se aferró ayer al poder real y concreto, como no lo pudo hacer hasta ahora. Pero nada indica todavía que haya podido deshilvanar al poder oscuro que cada tanto lo acorrala. Es un poder formado por las viejas cloacas de los servicios de inteligencia, por los policías corruptos, por la política embustera y por el narcotráfico que penetró en el Estado y en la política. Terminar con ese Estado dentro del Estado, y fuera de él, es ahora el trazo de historia que al Presidente le falta escribir.