En el caso Maldonado se abre el camino a la verdad y, por lo tanto, los que llevan las de perder son los que más abusaron de la mentira tratando de sacar provecho de la tragedia.
Para el Gobierno es claro que el peor escenario era la continuidad de la
incertidumbre, que Maldonado siguiera desaparecido, porque eso abonaba las
sospechas, si no de su complicidad, al menos sí de su ineficacia y su torpeza.
Ahora la peor alternativa es que, como dicen los voceros de la comunidad mapuche, uno o varios gendarmes involucrados en la muerte del joven hayan hecho aparecer su cuerpo para simular que se ahogó. Aun en ese caso ya no se trataría de una desaparición forzada y habría quedado demostrado que el Poder Judicial y las fuerzas de seguridad, aunque tarde y bastante mal, trabajaron para esclarecer el hecho y están en condiciones de castigar a los culpables. El Estado de Derecho en la Argentina no saldría tan mal parado, y el Gobierno tampoco.
Claro que en el medio se metió Carrió y empeoró la posición del oficialismo
con sus penosas declaraciones sobre la posibilidad de que Maldonado estuviera en
Chile, una especulación irresponsable que tal vez se le escapó, pero ahora
requiere más que una disculpa.
Como sea, los problemas se acrecientan del lado del kirchnerismo, que,
inversamente al Gobierno, de estirarse la incertidumbre no tenía más que
insistir en sus planteos sobre desaparición forzada y amenaza a las libertades.
Y bien lo venía haciendo sobre todo en el plano externo, con la solidaridad de
organismos internacionales, intelectuales y hasta académicos que creyeron ver en
el caso, sin mucha evidencia que lo justificara ni mucha contrastación de
fuentes que compensara esa falta, que la Argentina corría el riesgo de volver a
lo peor de su pasado (en la opinión pública local, como muestran las encuestas,
no prendió demasiado esta idea, salvo entre los que ya por otros motivos
detestan al oficialismo).
Y ahora ¿qué le queda por hacer a esa oposición extrema? Ante todo, recogió la tesis de los mapuches de Pu Lof: "Seguimos sosteniendo que a Santiago se lo llevó la Gendarmería", y quiso doblar la apuesta. Con esa consigna sus organismos de derechos humanos más adictos se apresuraron a convocar a una movilización a la Plaza de Mayo, que luego tuvieron que desconvocar, denunciando que el Gobierno supuestamente estaría usando la aparición del cuerpo para desacreditar a los denunciantes del "secuestro". No lo dijeron expresamente, pero todo apuntó a insistir en la versión de una conspiración urdida desde el vértice oficial: el cuerpo habría sido plantado no ya por decisión de los "perpetradores materiales", sino como broche de oro de "la campaña de encubrimiento y negación".
El problema es que el apresuramiento con que actuaron puso de manifiesto las frágiles bases fácticas sobre las que esa postura se asienta. Si un poder tan nefasto hubiera podido matar, ocultar el cuerpo y luego hacerlo aparecer, ¿para qué habría esperado 78 días? ¿Qué sentido tendría depositarlo río arriba, cuando lo lógico y lo que todos habían esperado era que apareciera en la otra dirección? Si el Gobierno no hubiera estado realmente en la oscuridad sobre lo sucedido, ¿qué razones habría tenido para explorar toda una gama de alternativas que terminaron mostrándolo, en el mejor de los casos, desorientado, y en el peor, involucrado?
Con la hipótesis de la conspiración nada de eso tiene sentido. Seguramente en el seno del kirchnerismo y los grupos mapuches radicalizados lo saben y por eso se apresuran a tapar el abismo que enfrentan, la develación indetenible de sus mentiras y fabulaciones, con gritos, movilizaciones y piedrazos. No va a alcanzarles. Menos todavía si los resultados de la autopsia abonan la para ellos peor hipótesis, un accidente. Si los forenses trabajan bien y llegan a una conclusión incontrovertible en ese sentido, ¿desde esas trincheras se dirá que son parte de la "campaña de encubrimiento"? El divorcio respecto de la realidad de los hechos para estas facciones radicalizadas es parte de su identidad, es un hábito ya acendrado, pero aun dentro de esos parámetros extremos negar que en este caso se equivocaron va a ser muy difícil.
El punto es importante no tanto para saber cuánto peso han sumado el kirchnerismo y sus aliados sobre sus ya cargadas espaldas, eso es lo de menos, como para determinar el sentido con que el "caso Maldonado" quedará inscripto en la larga y escabrosa saga de los derechos humanos en la Argentina.
Lo de "los 30.001" que estrenaron los organismos de derechos humanos en la última marcha fue ocurrente, pero quedó con estas novedades del todo desacreditado. La pretensión de hilvanar la "represión macrista" con la dictadura era descabellada ya desde el comienzo, pero con semejante colofón no tiene ni sentido discutirla. ¿Advertirán los organismos menos fanatizados que es el momento de desescalar, de inscribirse de nuevo con sus planteos y sus credenciales en un espacio de convivencia más o menos plural? Que algunos hayan desconvocado la marcha de ayer, aunque fuera con argumentos forzados, no fue mala señal. Sí lo fue en cambio la declaración de la abogada del CELS y de la familia Maldonado, la doctora Verónica Heredia, dando por supuestas una vez más la desaparición forzada y la conspiración, como si no hubiera hecho alguno en el universo que pudiera sacarla de su encierro y prefiriera consumirse en su coherencia que vivir con sensatez.
La incógnita más interesante es de todos modos la que se abre para el oficialismo: ¿cómo va a actuar en esta circunstancia? Así como tendrá tras las elecciones la posibilidad de instalar más claramente su agenda en temas económicos, fiscales e institucionales, va asimismo a poder decidir qué hacer con los derechos humanos, al menos hasta cierto punto.
Si insiste en mostrarse poco interesado en el asunto habrá decidido también: otros lo harán por él, por caso banalizando el tema para hacerlo desaparecer de la agenda, ignorando por completo a los organismos y sus pataleos, cultivando voluntariamente tal vez la asociación entre "el curro de los derechos humanos" y "las sectas de izquierda". Entusiastas de esta visión de las cosas no faltan lamentablemente.
Pero si priman visiones de más largo plazo, esa postura no va a ser la que se imponga. Y el oficialismo puede que supere su incomodidad en esta materia, reflejo, más que de convicciones como las arriba listadas, de temores que se revelaron injustificados. No se trata finalmente de desplegar grandes iniciativas ni de librar grandes batallas culturales, sino de poner un poco de sentido común en un ambiente por demás enrarecido y bastante agotado y esperar que la lógica y el tiempo hagan su trabajo.
El Gobierno y el país lo necesitan para que el ambiente de moderación y cooperación ganen en solidez y legitimidad frente a los extremos, para que el liberalismo político no tenga que estar pidiendo permiso para hablar de libertades y derechos individuales, y para que los corruptos y matones como Sala, De Vido y tantos otros no sigan usando la ideología de la víctima atropellada para disfrazar y justificar sus violaciones al derecho.
Por todo eso nos conviene aprovechar la oportunidad y hacer con los derechos humanos lo contrario que con Walt Disney, descongelarlos ya mismo y ponerlos abiertamente en discusión.
El Autor es Sociólogo, historiador y doctor en Filosofía