Con verdadero ánimo de crítica constructiva por pertenecer a los que creemos que el país se encamina finalmente a la salida del oscuro túnel que recorrimos los últimos 20 años y con la esperanza intacta de que la burocracia retrograda y los ardides políticos pronto terminarán, no puedo dejar de señalar dos temas que me preocupan.
Si admitimos que parte de la definición de populismo es el establecimiento de
una relación directa entre el Ejecutivo y el pueblo, ante quien plebiscita sus
decisiones obviando a los demás poderes, no debemos olvidar que allí no se
agota.
Pareciera que los gobiernos están descubriendo otra manera de soslayar sus obligaciones constitucionales, ante la necesidad de crear o actualizar algunas leyes, función indelegable del Poder Legislativo, pretenden que esos proyectos surjan de acuerdos anteriores entre las diferentes instituciones representativas de los intereses en cuestión.
Esta situación estaría constituyendo una especie de populismo indirecto ya que la relación no es directa con el pueblo, sino a través de las instituciones que los representan, populismo al fin, porque el Legislativo si bien se nutre de sus opiniones y debe escucharlas, las leyes se deben debatir entre las diferentes fuerzas políticas.
Es una de tantas maneras de caer en incumplimiento de deberes de funcionarios públicos ya que el sistema dilata indefinidamente el tratamiento de leyes necesarias para el desenvolvimiento normal de la economía, incluso creando interferencias en las buenas relaciones con los demás países. La explicación más escuchada para este proceder es el temor al fracaso en el tratamiento de leyes importantes y la consiguiente pérdida en el armado de poder oficialista. Un claro caso de anteponer al interés general de la Nación el interés meramente partidario.
Basta recordar, a manera de ejemplo, el caso de nuestra antigua ley de semillas (20.247), que data de 1973 y que a pesar de todos los cambios ocurridos nunca se actualizó. En todos estos años se presentaron varios proyectos y ninguno llegó a tratarse. La excusa esgrimida es, si no hay consenso previo, no hay ley, donde ya se sabe que nunca va a haber consenso entre tantos intereses encontrados. Lo mismo ocurre en Córdoba, donde hace falta adecuar la reglamentación provincial a la ley de bosques y la demora en su tratamiento está interfiriendo negativamente en la actividad agropecuaria de los campos que todavía no saben a qué color del mapa corresponden.
Lo original de esta situación es lo que ocurre con reglamentaciones que incumben a la producción agraria y de manera inconsulta se aplican obligaciones que jamás obtendrían consenso por el nivel de atropello que significan.
En el nivel nacional, la creación del nuevo Registro Fiscal de Tierras Rurales Explotadas, cuya semántica es incorrecta porque actualmente las tierras están en producción y no explotación como la minería, acarrea más complicaciones al productor que ya está harto de llenar formularios con datos que se pierden en la nube de la burocracia y que no se pasan a la oficina que está al lado.
Igual situación se da en Córdoba, con la creación de un nuevo engendro fiscal que obliga a los que desarrollan actividades que implican consumo de combustible, incluidos los productores agropecuarios, a informar mensualmente la cantidad, el origen y el número de comprobante emitido por el vendedor. Realmente esta trasferencia de obligaciones del Estado al sector privado muestra el grado de ineficiencia para fiscalizar las actividades y, además, se gana la bronca de todos los que tenemos que hacer trabajo extra sabiendo que las plantillas de empleados públicos es cada vez mayor.
No quiero quedarme sólo con la crítica, entiendo que en muchísimos aspectos hemos mejorado o estamos en vías de hacerlo porque la intención y la capacidad están, pero por favor facilítennos la vida a los productores que hacemos nuestro trabajo, el de los empleados púbicos y, además, ahora quieren que legislemos. Estamos dispuestos a dar más para salir del desastre anterior, no nos maten.
El autor es productor agropecuario