En caso de consolidarse en octubre los resultados de las PASO, se abre en el país una ventana de esperanza. Esa esperanza consiste en que la Argentina pueda romper de una buena vez con el estigma que lo ha postrado en la decadencia. Y es que cada vez que hubo un gobierno que se abocó a ordenar la economía y a establecer las bases para el ahorro y la inversión, lo sucedió otro que se dedicó a hacer demagogia y despilfarro, llevando al país a un nuevo trance explosivo que requería imperiosamente una nueva etapa de ordenamiento (y ajuste).
Los gobiernos que ajustaron forzaron a la sociedad a realizar ahorros
inevitables, dolorosos para muchos sectores, con el objetivo de crear un ciclo
de inversión que condujera al desarrollo. Pero nunca lograron cumplir su
cometido. Los sacrificios despertaron el repudio de amplios sectores sociales y,
sin consenso, fracasaron en sus intentos.
Históricamente, los ajustes estuvieron a cargo de los gobiernos militares. Al margen de la tragedia que significaba la interrupción del orden constitucional, y de las atrocidades que cometieron, los gobiernos militares eran la contraparte necesaria del populismo. Para que pudiera haber populismo, era preciso que cada tanto viniera alguien -que no podían ser otros que los militares- a ajustar. El populismo se legitima con la dictadura, por eso necesita invocarla constantemente ("Macri... vos sos la dictadura").
Cada vez que la situación económica estaba a punto de explotar por causa del despilfarro populista, venía el golpe militar que hacía el ajuste. Eso permitía ordenar la economía y restituir la caja para que un nuevo populismo pudiera hacer de las suyas: congelar tarifas y alquileres, aumentar salarios por encima de la inflación y la productividad, contratar agentes públicos a mansalva, multiplicar feriados y promover leyes con impronta humanista que en los hechos desalentaban la inversión, la generación de empleo genuino y la productividad del país. Es decir, un auténtico "gobierno para el pueblo". Los repudiables golpes militares se producían cuando la economía colapsaba o los gobiernos elegidos perdían el respaldo popular. Nunca sucedían en el apogeo de un gobierno democráticamente instituido. Una vez producido el golpe, el nuevo gobierno se abocaba a "ordenar" la economía de acuerdo con la ortodoxia y las expectativas del establishment de turno.
Esto hizo que en el subconsciente colectivo el ajuste y la ortodoxia estén identificados con la dictadura y, en consecuencia, sean un blanco fácil para la crítica de izquierda. Además, el hecho de que los procesos de ajuste abortaran precozmente para ceder el paso a nuevos populismos hizo que la sociedad sólo percibiera los costos y nunca los beneficios de los proyectos ajustadores. No sucedió así en el caso chileno, donde a la llegada de un gobierno civil y progresista, luego de la larga dictadura, la sociedad demandó la continuidad del modelo, porque éste había hecho palpar a la sociedad sus beneficios. Aquí, en cambio, los intentos de poner racionalidad a la economía acabaron atrapados en una dinámica perversa.
Cerrado, para bien de la República, el nefasto periplo de los gobiernos militares, la necesidad de ajustes quedó como tarea para la democracia. Como era de presumir, ningún gobierno elegido quiso ajustar. Están condicionados por la historia sólo para gastar. ¿Quién querría asumir el rol de los militares? Ajustar es la dictadura. Alfonsín, luego de los derroches que demandó financiar su fallido Tercer Movimiento Histórico, no tomó el toro por las astas y tuvo que abandonar el cargo en medio de la hiperinflación. Le tiró el fardo al gobierno entrante. Menem encontró un atajo. Presumió ajustar a través de un artilugio: la convertibilidad, que tornaba indoloro el proceso. La fórmula perfecta: ajustar y que no se note. Al principio dio un gran resultado, ya que los mercados creyeron y vino un período de inversión que parecía el despegue de la Argentina. En el fondo, no hubo tal ajuste. Se trató de un mero artificio: todos los desequilibrios se escondían debajo de la alfombra y se financiaban con deuda externa. Hasta que la deuda explotó. Los desajustes se fueron acumulando sin que nadie se atreviera a enfrentarlos.
Finalmente, fue la realidad la que produjo el más brutal de los ajustes que alguien pudiera imaginar. Ningún autor material quiso ponerle la firma a esa faena. Fue una masacre en términos económicos y sociales. La pérdida de activos y valores del país fue inconmensurable y afectó todos los niveles y estratos de la sociedad (obviamente, los más perjudicados fueron los sectores humildes). Fue de tal magnitud que, una vez producido el ajuste, quedaron un colchón y un margen para una recuperación acorde con la caída. A ese extraordinario margen se le acopló el período con las mejores condiciones externas de la vida moderna del país. Esa combinación hizo posible que la Argentina pudiera sortear más de 12 años de populismo -algo inédito- sin necesidad de enfrentar un ajuste severo. Hay que considerar también que en los años de bonanza del menemismo se produjo un fuerte proceso de inversión en infraestructura (energía, puertos, caminos) y se expandió extraordinariamente la producción agrícola (eliminación de retenciones y acción de grupos CREA mediante). Eso contribuyó decisivamente a que el largo proceso populista que lo sucedió pudiera cabalgar durante tanto tiempo sin colapsar.
El gobierno actual heredó una situación tan explosiva quizá como la de 2001, fruto de los 12 escandalosos años de kirchnerismo, plagados de corrupción, proyectos faraónicos socialmente inútiles y un Estado inflado con millones de nuevos agentes innecesarios y prestando servicios cada vez peores. Con un margen estrechísimo, el Gobierno optó por hacer malabares para evitar que la crisis se explicitara y pudiera "llevárselo puesto", como sucedió con el gobierno de la Alianza. A la vez, quiso evitarle padecimientos a la sociedad apenas llegado al poder. Lo hizo al costo de diluir ante la opinión pública la responsabilidad criminal de la gestión kirchnerista.
En este contexto, retumba el silencio de las organizaciones de izquierda, tan prestas a condenar la corrupción del menemismo, repudiable por cierto, pero una minucia comparada con las atrocidades del kirchnerismo.
A hoy, el país aún carga con la nefasta estructura de gastos que nos legó el populismo kirchnerista, tan difícil de financiar. Es decir, los factores de la crisis están todavía vigentes. En estas circunstancias, y con la ayuda masiva de crédito externo (pues no tenía otra alternativa), el Gobierno está ensayando un moderado proceso de ajuste aun cuando eso implica un costo político ante un calendario electoral que no da respiro. Al margen de los errores que pudo haber cometido, debe reconocerse que actuó con valentía y sin mezquindad, y debería seguir en esa senda.
Queda muchísimo por hacer y el estigma a vencer es que la sociedad pueda percibir -o al menos intuir- que luego de los sacrificios implicados en el ajuste se verán los beneficios que inevitablemente acarrea el vivir en democracia y en armonía macroeconómica.