En estos días la corrupción es un azote que hiere a diversas democracias.
Golpea en Francia, en España y en Estados Unidos. Estremece a Brasil y en menor
grado, porque la impunidad es mayor, a nuestro país. La corrupción se expande y
convierte la política en un torneo de criminales, ladrones y malandras.
El asunto muestra el arraigo de estas antiguas cuestiones en plena mutación
científico-tecnológica. Según el lenguaje de la teoría política clásica, la
corrupción altera el régimen de gobierno de una sociedad: lo trastorna, en
efecto, porque lo degrada y, al cabo de esa erosión interna, lo cambia por otro
régimen, no necesariamente mejor que el anterior. El dilema que se plantea
consiste pues en discernir si la corrupción en la democracia nos conducirá a una
corrupción de la democracia.
La experiencia de Venezuela, al borde de la tragedia, ilustra este dilema. Un
caudillo popular que condenó la corrupción del sistema de partidos de su país,
jurando su cargo sobre una "moribunda Constitución", terminó sus días
depositando el poder en un sucesor que, entre presos, muertos y heridos,
gobierna con tintes tiránicos. De Chávez a Maduro, la corrupción justificó la
disolución de un régimen y engendró otro mucho peor.
Distintos son el caso actual de Brasil y el anterior de la Argentina, dos
países en los cuales la corrupción de las elites transmutadas en oligarquía ha
generado una estructura oculta montada sobre la interacción del poder político
con el poder económico. Cuando esos vínculos salen a luz, por obra de la opinión
pública y del Poder Judicial, provocan de inmediato escándalo, indignación y un
ostensible sentimiento de privación de justicia. Hace más de treinta años, N.
Bobbio sostuvo que esas relaciones comprenden "fenómenos distintos, aunque
estrechamente unidos: el fenómeno del poder oculto o que se oculta y el del
poder que oculta, o sea, que se esconde escondiendo". Bobbio conocía de cerca
este trastorno. En su patria, Italia, el renombrado proceso de mani pulite
sepultó a dos grandes partidos -la Democracia Cristiana y el Partido
Socialista-, pero, en lugar de erradicar la corrupción, abrió paso al ascenso
del "sultanato" de Berlusconi (el epíteto es de G. Sartori), tan corrupto como
los episodios previos.
Esas resistencias a desaparecer de la escena inducen a pensar si las costumbres
corruptas son más poderosas que la coacción legítima de la ley. En Brasil no
bastó con que Collor de Mello, décadas atrás, abandonase la presidencia envuelto
en escándalos de corrupción: años después, el flagelo regresó con más fuerza; en
la Argentina, los escándalos de corrupción durante el menemismo fueron el
preámbulo de los escándalos de corrupción del kirchnerismo. Este arraigo nos
advierte que nuestras repúblicas sufren de lo que con la voz griega llamamos
anomia. La corrupción va de la mano de una anomia que hace que la sanción
legítima, absolutamente necesaria, no anule de manera automática las
inclinaciones sociales hacia dichas prácticas.
En vista de ello, es fundamental bregar para que la corrupción sea sancionada por la ley y extirpada de las costumbres. Esto debe ocurrir dentro y no fuera del régimen democrático. De salvadores jacobinos que se colocan por encima del orden constitucional para redimirnos estamos hartos en América latina. La batalla es entonces en defensa de dicho orden. Y no es fácil. En Brasil, las revelaciones de corrupción mediante el mecanismo de la delación premiada (yo denuncio y con ello reduzco mi pena) han impactado de lleno en la sucesión del régimen presidencial: los presidentes cambian aceleradamente, caen por juicio político, mientras unos y otros siguen enredados en la misma trama corrupta.
Como decía el Maquiavelo republicano de los Discursos, hoy sabemos que en una república corrupta mandan los poderosos que hacen la ley, o reniegan de ella, para servir a sus fines egoístas sin respetar la libertad común. Para vencer esa arrogancia perversa que, llegando al extremo, puede corromper al pueblo, la virtud del ciudadano y el control recíproco de los grupos sociales son tan importantes como la virtud contenida en un buen diseño institucional.
En este intríngulis entran en juego dos aspectos de una misma cosa: por un lado la necesidad de contar con leyes, en especial con respecto a lo códigos de procedimiento penal, que no establezcan en los hechos un sistema de impunidad; por otro, el aspecto en que chocan diferentes concepciones acerca de la ciudadanía democrática. Según una de ellas -ahora predominante-, la política es una lucha por el poder mediada por el uso de técnicas sofisticadas para ganar elecciones. Estas técnicas cuestan dinero y son muy caras: las maneja una nube de expertos cuyo influjo se acrecienta a medida que proliferan nuevos medios (las redes sociales) que hacen más horizontal la comunicación.
Hoy la política es productora de imágenes y espectáculos, de debates entre candidatos y desde luego de propaganda; las técnicas apelan más a la reacción instintiva del elector y a su condición de consumidor inmediato de bienes y servicios que a la deliberación razonable sobre futuros posibles. Estas operaciones sirven indistintamente a los regímenes establecidos y al ascenso del populismo con su séquito de simplificadores y demagogos. En su desarrollo, la corrupción es una pieza clave para aceitar esa recaudación de dinero y recompensar a los agentes que mueven esos ingentes recursos. La obra pública con su cadena de licitaciones es el escenario privilegiado de esta espesa trama.
Ante este desgaste de la legitimidad democrática quizá deberíamos explorar de nuevo viejos interrogantes. ¿Son suficientes las buenas leyes y los jueces honestos para corregir esas alteraciones y reencauzar los regímenes democráticos? ¿O acaso sería imprescindible reorientar también el sentido de los liderazgos con la mirada puesta en las virtudes de honradez y servicio? Estas preguntas pueden sonar a inocentes. Sin embargo, poco tienen de inocentes las reacciones de una opinión pública, cada vez más activa y fragmentada, ante este malsano desfile de quienes buscan el poder político y económico a cualquier precio. Este disgusto es síntoma de la hostil desconfianza que rodea las instituciones estatales y el ejercicio de éstas. Es un ánimo colectivo en que late el repudio a una política entendida ya no más como servicio ciudadano, sino como apropiación patrimonialista de lo que, en rigor, pertenece a todos.
No será sencilla esta reorientación de los liderazgos cuando la corrupción todavía es consentida en franjas del electorado por engaño, ceguera ideológica y por el recuerdo de una ficticia bonanza económica que ya pasó. Todo esto estará en disputa entre nosotros en las próximas elecciones de octubre porque aún no tenemos claro, aquí y en Brasil, cuál concepto de la ciudadanía democrática terminará prevaleciendo: si el del poder a toda costa o el del poder morigerado por buenas instituciones y comportamientos éticos.
Sería deseable que conserváramos alguna reserva de virtud para impedir que la corrupción impacte en la línea de flotación de la democracia, el mejor gobierno entre los mundos posibles de la acción política. Si así lo apreciamos, más vale no olvidar aquel antiguo proverbio latino: optima corrupta pessima (las mejores cosas, cuando se corrompen, son las peores).