Después de escuchar, ver y leer la última aparición de Cristina Fernández antes de su gira europea, hay que apurarse para definir de qué tipo de personalidad estamos hablando. La ex presidenta no está loca, ni delira. Más allá de los rumores, jamás ningún profesional de la medicina la ha diagnosticado como bipolar, o como una mujer que estuviera fuera del tiempo y del espacio.
Sí se puede afirmar, con el sencillo recurso de comparar las cosas que dice con los datos de la realidad, que Cristina miente de manera sistemática. O que manipula los hechos de la forma que más le conviene. La ex jefa de Estado negó que durante su gestión se ejerciera algún tipo de violencia verbal o simbólica. Presentó como un gran logro la no persecución y el respeto por quienes pensábamos distinto. Subrayó que cualquiera que no estuviera de acuerdo con su gobierno podía manifestarlo "sin problemas".
Se podría escribir un libro entero sobre hechos que la desmienten. Para no perder tiempo, voy a citar, una vez más, dos acciones que me involucraron y que desmuestran el nivel de persecución que existía cuando ella reinaba. Cristina Fernández le ordenó a la AFIP que me acusara de evadir impuestos sin pruebas. Lo hizo después de confirmar que publicaría El y Ella, el libro que fue interpretado como la continuación de El Dueño, una investigación sobre Néstor Kirchner y los casos de corrupción que protagonizó desde que empezó a hacer política. Lo escribí y publiqué igual, a pesar de las advertencias. La AFIP se apuró a acusarme antes de la fecha de salida de la obra. Tiempo después, los fiscales y los jueces del fuero penal económico determinaron que la AFIP no tenía ningún argumento para considerarme evasor. A ese fallo absolutorio todavía lo tengo colgado en la pared de mi escritorio. Lo puse allí para no olvidar que se puede enfrentar al poder casi absoluto con la verdad y salir bien parado del ataque.
Al mismo tiempo la ex presidenta ordenó que se retirara de inmediato la
publicidad oficial para todos los proyectos, programas y actividades de la
productora que fundé en el año 1999. Pero su embestida no se detuvo ahí. Además
Cristina hizo llamar a decenas de empresas y marcas que apoyaban nuestros
proyectos para exigirles que dejaran de hacerlo. Y tampoco se privó de pedir a
los accionistas del canal y la radio donde todavía trabajo, que me despidieran
sin más, porque me consideraban un periodista destituyente.
El doctor Daniel Vila, quien soportó la presión una y otra vez, me lo confirmó
tiempo después de los insistentes pedidos. Todo eso hizo Cristina entre 2010 y
2015, la etapa en la que acumuló más poder. ¿Cuál era el objetivo final de la ex
Presidenta? Provocar la quiebra de la productora, la interrupción de los
programas que todavía conduzco y hacer que dejara de escribir y editar libros de
investigación periodística. La buena noticia, en todo caso, es que le salió el
tiro por la culata. Una vez más, citó los hechos y las pruebas: porque después
de varios recursos que debí presentar, la Corte Suprema de Justicia determinó
que la decisión oficial de interrumpir la distribución de publicidad a La
Cornisa producciones de un día para el otro era una acción evidente de censura
indirecta. Se trata de un fallo histórico. Es la primera vez que la justicia
reconoce que el Estado no solo no puede accionar de manera maliciosa contra los
diarios y los periodistas.
Tampoco lo puede hacer contra las productoras de contenidos donde trabajan periodistas que producen información crítica. El dictamen del tribunal supremo de justicia podrá ser utilizado cada vez que un gobernante intente acallar las voces disonantes por la vía de la asfixia financiera. Por supuesto: el que acabo de describir no es el único caso de hostigamiento. Ni siquiera el más espectacular. Otros colegas, como Marcelo Longobardi, Alfredo Leuco, Jorge Lanata y Nelson Castro, por nombrar solo unos cuántos, han padecido las mismas o peores acciones de persecución o censura. Censura directa o indirecta.
Y ahora mismo la ex presidenta cuenta con un grupo de tareas, liderado por un diputado impresentable, llamado Rodolfo Tahilhade, que se dedica casi exclusivamente a perseguir a periodistas críticos o dirigentes que denunciamos a Cristina y sus incondicionales. Tahilhade podría ser incluido en el Guiness: ostenta el record mundial de denuncias desestimadas o rechazadas. Y es porque, en su inmensa mayoría, las presentaciones no tienen ni pies ni cabeza. O ignoran los datos reales.
La falsa denuncia más estridente fue la que presentó por supuesto enriquecimiento ilícito contra Margarita Stolbizer. Y la orden directa, como se probó en las escuchas legales, se la dio la ex jefa de Estado.
Pero también mintió Cristina cuando afirmó que durante su gestión no se ejerció la violencia ni siquiera de manera simbólica. Se podría recordar, por ejemplo, el juicio callejero que se le hizo a un grupo de periodistas y que fue alentado y auspiciado por su gobierno. O el fuerte vínculo entre los tuiteros y bloqueros K quienes, financiados por otro impresentable, Aníbal Fernández, se transformaron en otra usina de falsas denuncias y agresiones personales.
Tampoco habría que olvidar la persistencia de la mentira del programa 6,7,8, cuyos integrantes se dedicaban casi de manera exclusiva a acusar y perseguir a colegas y dirigentes críticos. Néstor y Cristina no solo invirtieron buena parte de su energía política a perseguir y censurar. Como lo hicieron desde el Estado y en base a un aparato de comunicación enorme, multimillonario y efectivo, plantaron en sus seguidores y en la militancia la semilla de la sospecha y el resentimiento contra quienes no apoyaran el proyecto nacional y popular. Por eso existen, aunque son cada vez menos, individuos que agreden e insultan en la vía pública, siempre con un nivel de violencia inusitado, como si no estuviesen discutiendo ideas. Como si estuvieran frente a un violador serial o el asesino de su madre, de su padre o de su hijo. Esta, la semilla del resentimiento, es la más grande y la peor herencia que dejaron Néstor y Cristina al país. Por eso sus adherentes funcionan como una secta. Y se dirigen a la sociedad como si fueran los portadores del Bien, con una superioridad moral que no se corresponde con la realidad.
¿Cómo podrían entonces, gente informada y formada, como, por ejemplo, los miembros de Carta Abierta, reconocer, públicamente, desde la megacorrupción del kirchnerismo hasta la mentira de los números del Indec o el ocultamiento del índice de la pobreza? No pueden reconocerlo. Sencillamente no pueden hacerlo. Porque no solo sus falsas creencias sino también sus propias vidas se desmoronarían. Les resulta más cómodo justificar cualquier cosa. O tomar como verdades reveladas las afirmaciones más burdas, siempre y cuándo salgan de la boca de Cristina. La última coartada argumentativa, la que usó antes de subirse el avión, es, francamente, irrisoria. Sostuvo Cristina que se va a autoexcluir de la competencia electoral para no interferir en el debate de ideas y permitir que accedan a cargos expectantes las nuevas generaciones. La verdad es que la ex jefa de Estado no quiere participar porque todas las encuestas que recibe demuestran que, si se presenta, en la provincia de Buenos Aires, va a terminar igual o peor que su candidato, Aníbal Fernández. Es decir: Cristina no se va a presentar porque tiene miedo. Miedo de perder. Miedo de desaparecer políticamente. Miedo a que se termine de derrumbar su castillo de fantasías, delirios y mentiras.
Pero loca, o desequilibrada, no está. Y tampoco perdió los pelos ni las mañas. Sigue yendo por todo. Aunque en el camino se pueda quedar sin nada.