Las malas noticias están sucediendo ahora mismo. El alza del dólar y el encarecimiento del crédito internacional más la fundada sospecha de que Trump será mucho más proteccionista que Barack Obama ya están afectando la economía nacional, cuyos componentes positivos eran hasta ahora la confianza, la expectativa futura, el crédito barato y la apuesta real a la globalización. Las acciones de la mayoría de las empresas nacionales y los bonos de corto y largo plazos vienen a la baja, y no hay nada que indique que esta tendencia se revertirá. El derribo de la barrera arancelaria para que entren en Estados Unidos las exportaciones argentinas de carne y limón sigue en veremos, y nada hace prever que la nueva administración, con su defensa del americanismo, las levante en el corto plazo.

El martes pasado, Andrés Oppenheimer discriminó, entre las cosas que Trump efectivamente haría, las que nunca podría realizar, más allá de la retórica. Explicó que Trump no tendría manera de expulsar de Estados Unidos a 11 millones de indocumentados, por el enorme costo económico y los problemas judiciales. Pero agregó que probablemente terminará deportando más extranjeros que el propio Obama, quien superó el récord. Vaticinó que el Parlamento no le autorizará el gasto de entre 12 y 25.000 millones de dólares para construir un nuevo muro en la frontera con México, pero aclaró que Trump aprovechará entonces para acusar a los legisladores de antiamericanos. Anticipó que el presidente electo tampoco podrá colocar un arancel del 35% a las importaciones de México, porque encarecería el precio de los autos que se ensamblan en ese país y se venden en Estados Unidos. No descartó que su política proteccionista afecte a los demás países de América latina.

Lo que todavía casi nadie se detuvo a analizar es el daño simbólico y práctico que la retórica de este presidente populista y de derecha ya está generando dentro y fuera de su país. No hay ciudad en los Estados Unidos donde las minorías amenazadas no se hayan manifestado contra las políticas con las que Trump amenaza. Las familias se están empezando a separar entre quienes consideran que Trump es un hombre corajudo y antiestablishment y los que interpretan que constituye en eslabón perdido de los descendientes de Adolf Hitler. Los analistas políticos discuten aún si el magnate norteamericano representa lo nuevo o el regreso de lo más viejo y rancio de la política de los últimos años.

Los millones de votantes del Partido Demócrata asisten azorados a los efusivos saludos de los líderes de derecha y neonazis de Europa, quienes sueñan con un mundo dominado por el nacionalismo extremo, las fronteras cerradas y la supremacía de la raza blanca. Pero el dato más grave es que prácticamente toda la retórica de Trump está basada en el odio, el resentimiento y la mentira. Las palabras altisonantes y agresivas en detrimento de los datos y las estadísticas. Y no se trata solamente de él, sino de gente como Steve Bannon, quien hasta hace poco comandaba un sitio considerado xenófobo y supremacista y acaba de ser designado uno de sus principales asesores. Trump y Bannon dicen lo primero que se les pasa por la cabeza y no aceptan ni el más mínimo intercambio de opinión.

En este sentido, no me sorprendió para nada que la ex presidenta Cristina Fernández reivindicara a Trump como un líder distinto, capaz de enfrentar a la burocracia de Washington y a Wall Street. Pero lo que en verdad une a ambos no es la aparente resistencia a lo viejo y decadente, sino el relato voluntarista y tan poco apegado a la verdad. Está claro que la Argentina no es Estados Unidos y es de esperar que las instituciones eviten la acción delirante de este millonario excéntrico, especialista en no pagar los impuestos que ahora deberá cobrar. ¿Pero cuánto podría cambiar un hombre de 70 años, que se pasó la mayor parte de su vida dando órdenes y a quien no se le conoce, al menos en público, ningún gesto de humildad, reconocimiento del error ni la más mínima empatía por el otro?

Para dar una respuesta definitiva hay que esperar, pero los antecedentes no parecen alentadores. Mintió en su declaración de impuestos, agitó el engaño de que Obama no había nacido en Estados Unidos, maltrató a mujeres y enfrenta juicios por fraude desde la universidad que apadrina. ¿Cómo podría gobernar con eficacia y honestidad una persona que pasó gran parte de su existencia engañando a la gente?