El norte de las relaciones exteriores de Macri es la búsqueda, afuera, de oportunidades de inversión y financiamiento, con el propósito doble y simultáneo de traer dólares para reactivar la producción y de generar espejos de confianza puertas adentro. Cuando Macri se reúne en Olivos con Andrew Liveris, CEO de Dow Chemical, es para convencerlo de que reinvierta en el Polo Petroquímico de Bahía Blanca; cuando su oficina de prensa difunde la foto de la reunión, es para que la clase media alta libere los dólares del colchón.
Ese norte fue lo que vimos en los discursos del Presidente en la Asamblea
General de la ONU, la semana pasada, y en la Cumbre del G-20, a principios de
mes. En ambos casos, Macri habló poco de política internacional, a diferencia de
lo que hacía Cristina Kirchner en esas reuniones, y utilizó su micrófono para
vender las perspectivas de la Argentina. Completó su agenda con encuentros con
empresarios. En Hangzhou, ciudad china sede del G-20, aprovechó también la
oportunidad para reunirse con Xi Jinping y diferentes titulares de empresas
chinas, y con Vladimir Putin. El occidentalismo activo que mostró en sus
primeros nueve meses de gestión tenía por propósito relanzar las relaciones con
Europa y Estados Unidos, algo resentidas por la geopolítica autonómica de
Cristina Kirchner, pero no iba a ir en desmedro de las alianzas estratégicas que
se firmaron con los dos gigantes asiáticos durante los últimos años del
kirchnerismo. Los responsables de la política exterior argentina aseguran que
tienen la misión de llevar adelante una diplomacia pragmática y comercialista,
que optimice oportunidades en todos los rincones del mundo. Pronto, agregan,
comenzarán a concentrarse en los países emergentes medianos, a los que va a
parar buena parte de las exportaciones argentinas.
Ahora bien, ¿cómo se gestiona una política exterior comercialista y pro empresa
en un mundo políticamente convulsionado? Para Menem y los gobiernos
kirchneristas, eso no representó un gran problema, porque ellos adoptaron un
código geopolítico nítido desde los inicios de sus gobiernos. Es decir, hicieron
su lectura y tomaron posición en una aldea mundial en la que nunca faltan la
política y el conflicto.
Es cierto que la situación que ellos encontraron al asumir se les había
presentado como más clara. Menem asumió en 1989, el mismo año del derrumbe del
Muro de Berlín y la emergencia triunfante del capitalismo y Estados Unidos de la
Guerra Fría; su giro neoconservador y su alineamiento con Washington deben
entenderse en ese marco. Néstor Kirchner llegó a la Rosada en 2003, cuando Hugo
Chávez y Lula da Silva eran los líderes populares emergentes de una región
revisionista que cuestionaba la hegemonía de Estados Unidos y las reformas
neoliberales de los años 90; su "no al ALCA" de 2004 algo tuvo que ver con todo
eso. Cristina Kirchner promovió las alianzas con China y Rusia tras la crisis
subprime de 2008 y con la sensación de que los Brics cambiaban en forma
permanente la distribución del poder global. Menem es producto de un
occidentalismo triunfante y los Kirchner, de un revisionismo fulgurante,
mientras que Macri llega cuando ambos "ismos" parecieran estar en decadencia.
En la región, tal como la recibe Macri, los movimientos populistas-progresistas-sudamericanistas
se quedan sin combustible. En la mayoría de los países avanzan electoralmente
los partidos liberales, y tanto el empujón a Dilma Rousseff en Brasil como la
posible revocatoria de mandato contra Maduro en Venezuela sacan del juego a dos
gobiernos clave en las relaciones internacionales sudamericanas de los últimos
años. Vamos hacia un continente más heterogéneo, sin un paradigma prevaleciente
en materia de regionalismo. Y sin el boom de las commodities de la década
anterior. La economía mundial viene creciendo a tasas moderadas: para 2016 se
pronosticó un 3%, pero todavía se recuerda que en 2015 los pronósticos del FMI
habían sido demasiado optimistas. Los países emergentes, que venían explicando
el 80% del crecimiento económico global, desaceleraron, y nuestro principal
socio, Brasil, va por el segundo año de derrumbe.
Pero Occidente tampoco provee un rincón confortable. La atroz guerra en Siria
y sus consecuencias humanitarias sólo hicieron que los europeos se volvieran más
cerrados y nacionalistas. Tras el Brexit, Gran Bretaña anunció la construcción
de un muro en Calais para contener la inmigración. La Unión Europea, que crecerá
entre 1 y 2 puntos este año y teme el crecimiento de los antieuropeístas en las
elecciones que vienen, está lejos de revisar sus restricciones comerciales. 2016
es, además, un año electoral en Rusia y en Estados Unidos. Mientras que en
Rusia, el domingo pasado, se confirmó la hegemonía de Vladimir Putin en las
elecciones legislativas, en Estados Unidos se plantean puros interrogantes. Los
ocho años de Barack Obama, además de tasas de interés cero, fueron los del
renacimiento de las tensiones entre Washington y Moscú. Trump, quien podría
ganar o no las elecciones del 8 de noviembre, pero ya introdujo una serie de
debates y conceptos en su país, plantea una nueva relación con Rusia, que en
principio se debería edificar en consensos sobre Siria, Medio Oriente y Ucrania.
Para buena parte de la elite gubernamental de Washington, el problema fueron
Rusia e Irán; para el proteccionista Trump, es China. El Brexit plantea nuevos
escenarios en las relaciones de los países europeos con Rusia y con los Estados
Unidos. Pase lo que pase, lo que allí suceda no será neutral para nadie.
En todo caso, el código geopolítico de Mauricio Macri no tardará en escribirse,
mal que les pese a los que pretenden vivir sin él. Occidentalismo y pragmatismo
son las dos principales fuerzas en pugna. ¿Una América del Sur que se encolumna
detrás de Estados Unidos o una que desarrolla planes de contingencia -como
México- frente a las incertidumbres que vienen del Norte? La política de amistad
con todos no siempre es posible en el salvaje mundo real.
Doctor en Ciencia Política del Institut dÉtudes Politiques de París y profesor ?de Geopolítica en la Universidad de Buenos Aires