Raro en un equipo que surgió en su mayor parte por sus aficiones futboleras. Ese olvido de las emociones es lo que explica, en gran medida, la polémica abierta en Buenos Aires por la firma de una declaración conjunta de la canciller Susana Malcorra y el vicecanciller británico, Alan Duncan, en la que se refirieron a las islas Malvinas, entre otras cosas.
Sólo anteayer, después de varios días, el Presidente nombró la palabra
"soberanía" en una declaración pública. Ayer, en su discurso inaugural como
orador ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, volvió a hacerlo, pero
de manera esmeradamente cuidadosa para no alejar la posibilidad de un
acercamiento entre Buenos Aires y Londres. Mas tarde, en un encuentro fugaz con
la primera ministra británica, Theresa May, el Presidente, según dijo, le habló
también de discutir la soberanía. La respuesta de May a Macri es más difícil de
desentrañar. La propia Malcorra salió luego a bajar las expectativas.
Por el contrario, si hay algo que el gobierno macrista hace con exquisita
precisión es diferenciarse de Cristina Kirchner. Hace un año, en el mismo
escenario, la ex presidenta se olvidó de las Malvinas porque la envolvía
entonces en la polvareda de otra guerra: la que mantuvo hasta el final de su
mandato con los fondos buitre.
Hace un año, Cristina prefirió felicitarse ella misma -cómo no- por haber
firmado el tratado con Irán para averiguar la "verdad" sobre el atentado a la
AMIA. En el otro extremo, Macri denunció ayer los dos atentados terroristas de
la década del 90, los que volaron la AMIA y la embajada de Israel, y pidió apoyo
internacional para esclarecer aquellas tragedias. Macri hizo ayer un enfático
rechazo de cualquier clase de terrorismo en un mundo estremecido por el terror,
mientras Cristina se ocupó más el año pasado de criticar a las naciones
occidentales que combaten contra el fanatismo islámico. Cada línea del discurso
de Macri de ayer era un trazo diferente de la Cristina de los últimos años,
sobre todo.
Conviene detenerse en el caso Malvinas porque es una de las pasiones argentinas
relegadas en días recientes por el gobierno de Macri. En primer lugar, la
declaración de Malcorra y Duncan abarca varios temas, y todos tienen la clara
intención de normalizar una relación que se había convertido en demasiado tensa.
No dice nada que no se haya hablado antes entre los dos países. De hecho se
reinstalaron las reuniones anuales de alto nivel que se acordaron en 2002 y que
dejaron de tener vigencia en los hechos durante el kirchnerismo.
La Argentina podría sacar provecho de ese retorno a la normalidad porque Gran Bretaña es un inversor importante y tiene influencia en sectores económicos y financieros internacionales. Los británicos alimentarían sus propios réditos, porque su política exterior busca nuevos horizontes después del Brexit, que desvinculó a Gran Bretaña de la Unión Europea (aunque todavía no en los hechos). Malcorra y Duncan llegaron a la firma con sus propias necesidades y la declaración satisface, de algún modo, a los dos.
Los párrafos referidos a las Malvinas tienen el evidente propósito de serenar a los habitantes de las islas. Una mayor frecuencia de vuelos entre las islas y el continente argentino es prueba de ellos. También el acuerdo para facilitar una tarea conjunta en la explotación del petróleo y la pesca en las aguas cercanas a Malvinas. ¿Es una concesión? Lo es. Pero la pregunta que debe hacerse es si en el mundo de hoy es posible hacer algo en un territorio determinado contra la voluntad de sus habitantes.
En 1965, cuando se aprobó la resolución 2065 que encomendó a los dos países iniciar una negociación por la soberanía de las islas, la prioridad en el mundo era la descolonización de muchos países que todavía respondían a una metrópolis lejana. En el mundo de hoy, cuando ya las colonias pueden contarse con los dedos de la mano, la prioridad es el derecho de las personas.
Cincuenta años es un tiempo muy largo para un mundo en permanente cambio, aunque nunca dejará de tener valor aquella declaración del 65 que lograron dos destacados diplomáticos argentinos: Miguel Ángel Zavala Ortiz y Lucio García del Solar. En el fondo, los famosos osos de peluche que Guido Di Tella les enviaba como regalos a los isleños eran la aceptación implícita de que nunca la Argentina podría hacer nada en las Malvinas sin la aprobación de los isleños. Macri eligió otro camino, pero con el mismo objetivo.
Vuelos y eventuales acuerdos petroleros y pesqueros significan un mensaje de que la Argentina no es un país agresor, que los isleños pueden imaginar un destino británico o argentino sin sobresaltarse en la noche. La notificación de esa realidad por parte del gobierno argentino es clave para entender la declaración de Malcorra y Duncan.
Por lo demás, la Argentina no tiene muchas alternativas en materia de pesca y petróleo: o intenta hacer las cosas junto con los británicos o los británicos las harán solos. Ellos tienen el dominio del territorio y una fuerza militar incomparable con la Argentina. Un antecedente que no puede olvidarse en la relación con los británicos por las islas Malvinas es que hubo una guerra perdida por la Argentina. Aunque en la Argentina hay generaciones que, después de 34 años, no vivieron la guerra, es inevitable que vivan con sus consecuencias. Nadie olvida, al fin y al cabo, quién ganó y quién perdió una guerra.
Ya fracasó la política de la agresión verbal, de la indiferencia o el desdén. Esa fue la estrategia que prevaleció durante el gobierno de los dos Kirchner y el resultado no pudo ser peor. Era hora de explorar nuevos caminos. Gobiernos con líderes distintos tanto en Buenos Aires como en Londres son oportunos para ayudar a encontrarlos.
Después de todo, la intransigencia de Cristina Kirchner encontró su espejo en Londres con el entonces primer ministro David Cameron. Éste también usó las Malvinas con fines exclusivamente electorales. Acaba de aterrizar en Buenos Aires, además, un nuevo embajador británico, Mark Kent, con fama de ser un incansable constructor de puentes.
El Gobierno se olvidó de las pasiones cuando no puso especial énfasis en señalar que la soberanía argentina sobre las islas es un principio innegociable. Esa soberanía y la obligación de gestionar su recuperación están en la reforma de la Constitución de 1994. Faltó esa declaración, aunque hubiera sido sólo verbal de parte de la canciller.
La administración debió ser más específica en la necesidad de avanzar en la relación con Londres en los asuntos no controversiales, pero sin renunciar a la disidencia de fondo. Tal vez haya sido consecuencia de que el Gobierno daba por hecho lo que nunca está definitivamente hecho. O creyó, equivocado, que la normalización de una relación exterior virtualmente inexistente hasta ahora eclipsaría como novedad la cuestión de Malvinas. No sucedió.
Sea como fuere, lo cierto es que pocas veces la administración de Macri encontró tanta resistencia en la propia coalición gobernante. Tanto el radicalismo como Elisa Carrió salieron en el acto a cuestionar la ausencia de la palabra soberanía en la declaración bilateral o en los discursos de los funcionarios argentinos. Es la prueba de que pocas cosas (sólo Malvinas y la selección argentina de fútbol, tal vez) pueden despertar tantas pasiones entre los argentinos. El Gobierno se notificó tarde, pero se notificó al fin, de que la política también está hecha por las pasiones.