La aprobación de un cultivo transgénico en un determinado país supone el cumplimiento de rigurosos procesos regulatorios por parte de la autoridad pública. Así han actuado en la Argentina los sucesivos gobiernos habidos desde Menem hasta el actual, sin excepción alguna. La base de las autorizaciones concedidas han sido dictámenes de la ciencia aplicada a los respectivos casos.
Los alimentos de origen transgénico han demostrado ser seguros para la salud y el ambiente. Más de cien científicos laureados con el Premio Nobel han coincidido recientemente en una declaración en ese sentido. ¿Qué podrían haber dicho, si no, cuando se sabe que a estas alturas se han servido en el mundo más de tres trillones de comidas con productos procedentes de semillas transgénicas y se carece de constancias fidedignas sobre derivaciones mortales?
Una pregunta frecuente en los ámbitos más aprehensivos entre ciudadanos del común es si la soja transgénica hace daño a la salud. ¿Por qué habría de ser así? No sólo es segura, sino tan nutritiva como cualquier alimento orgánico.
En otro orden, es frecuente la divulgación de versiones sobre enfermedades atribuidas a la aplicación de agroquímicos. Desde luego, nadie debe beber una copa de glifosato porque las consecuencias podrían ser ingratas; tampoco, encerrarse en un pequeño garage con su automóvil encendido por horas: el resultado de la combustión no será lo mejor que pueda aspirar en la vida.
En lugar de acogerse a las aserciones de cualquier fábula y prescindir sin más del juicio crítico propio de hombres civilizados, lo que corresponde es aceptar conclusiones fundadas en datos de proveniencia responsable y constitutivos de estadísticas indiscutibles por número y precisión. Hasta el momento, y esto no es más que un ejemplo, no se ha verificado científicamente un mayor número de malformaciones o tumores en zonas agrícolas que en zonas urbanas, ni evidencias que relacionen directamente la aparición de enfermedades u otros problemas de salud a largo plazo a raíz de la aplicación de fitosanitarios.
Sin embargo, dada su composición el Ministerio de Salud de la Nación interviene e investiga cuando hay reclamos sobre riesgos potenciales de productos fitosanitarios o agroquímicos disponibles en el mercado para combatir plagas o enfermedades de las plantas o para enriquecer los suelos con nutrientes. Algunos han sido prohibidos y respecto de todos los otros se requiere una utilización responsable. Es una materia tan delicada que el país se atiene a normas de registro y criterios aprobados por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
De todas formas, hay un capítulo obvio por cumplir, que es el de las buenas prácticas agronómicas. Nadie debe fumigar a la cara de los vecinos o sobre animales y plantaciones próximas, sino a distancias tan razonables como para saber, teniendo en cuenta la dirección e intensidad variable de los vientos, que su acción ha de ser inocua. Tampoco cabe esperar de autoridades municipales o provinciales decisiones tan ajenas al sentido común que se sustraiga, por regulaciones excesivamente severas, un sinfín innecesario de tierras que de otro modo podrían estar en producción para un mundo escaso de alimentos.
Como en tantas otras cuestiones de la vida colectiva, se trata de temas para ser resueltos por científicos confiables, tan distantes de intereses políticos o económicos subalternos como deben estarlo los jueces honestos e independientes. El resto lo harán las autoridades públicas facultadas para intervenir y conscientes del papel arbitral equitativo del Estado, y los productores y profesionales conscientes de sus deberes con la sociedad y las leyes.