Se podría argumentar que la democracia argentina está en deuda con la economía. Más de treinta años no han sido suficientes para establecer un marco institucional adecuado que permita consolidar un proceso de crecimiento sostenido y hoy nuestro país sigue empantanado y a medio camino entre la pobreza y la prosperidad.
Sin embargo, otros podrían decir que en realidad es el sistema económico el
que está en deuda con la democracia, ya que no ha producido los recursos
necesarios para materializar las aspiraciones de justicia y equidad que anidan
en toda sociedad pluralista. Pero esto no es cierto. La democracia y sus
instituciones mandan sobre los recursos y no a la inversa por una razón: una
parte fundamental del sistema son las instituciones económicas; las reglas de
juego que ordenan las relaciones de asignación, organización y distribución de
los capitales entre los agentes económicos. Si el marco institucional de una
economía es de mala calidad, los resultados no pueden ser buenos.
Un problema fundamental de nuestra democracia es su falta de capacidad para
compatibilizar eficiencia y distribución. Los dilemas que genera esta dicotomía
no tienen una receta única que figure en los manuales de economía. Cada sociedad
busca sus propias soluciones y es el sistema político el encargado de plasmarlas
en un marco institucional. Cuando la política falla, lo que resulta es una
sociedad que no es ni eficiente ni equitativa y que, por ende, utiliza mal los
recursos. Entonces, la economía dilapida esfuerzos en atender conflictos sin
alcanzar su potencial de crecimiento.
Los dilemas que genera la dicotomía entre eficiencia y equidad se originan en
el hecho de que hay medidas que mejoran la eficiencia pero tienen consecuencias
distributivas no deseadas y, por otro lado, hay iniciativas que tienen efectos
distributivos que se consideran positivos pero dañan la eficiencia y, por ende,
el bienestar. Y esto es porque los cambios en la distribución de los recursos
producen ganadores y perdedores y esto complica políticamente las cosas.
Hay razones importantes por las que esto sucede durante el período democrático. La primera es que cuando quienes pierden están bien organizados pueden resistirse a la aplicación de medidas que buscan la eficiencia. Por ejemplo, desde 1983 ha habido variados intentos para remover barreras a las importaciones que resultan ineficientes porque encarecen tanto los insumos que necesita la industria para producir e integrarse en cadenas globales de valor como los bienes de capital que se requieren para invertir. Pero las medidas de apertura encontraron resistencia en empresarios y trabajadores que anticipaban pérdidas de mercados y puestos de trabajo. El resultado fue que hoy tenemos un régimen de comercio exterior híbrido, producto de una lucha política más que de una estrategia de expansión.
La segunda razón es que ciertos sectores políticos consideraron frecuentemente que era inequitativo -y probablemente con mucho fundamento- el efecto redistributivo de ciertas iniciativas pro eficiencia y las combatieron. Por ejemplo, para competir y generar empleos de calidad puede ser necesario mejorar el tipo de cambio real, y esto se intentó de manera frecuente. Pero como la devaluación reduce usualmente el valor del salario real, ello fue resistido por los sindicatos, que trataron de compensar la devaluación con aumentos en sus ingresos. El efecto de esta pulseada fue el de un tipo de cambio real volátil y poco creíble como incentivo para la inversión. Y sin inversión dinámica no hubo generación de empleo ni aumento en los sueldos.
Las medidas distributivas que se consideran positivas pero repercuten negativamente sobre la eficiencia también han estado presentes en el período democrático. Un caso paradigmático es lo ocurrido con las tarifas, que con tantas dificultades el Gobierno está tratando de corregir. No cabe duda de que subsidiar la electricidad al nivel que se hizo por más de una década tiene que haber contribuido a reducir la pobreza. Pero el costo fue que se disminuyeron las reservas de petróleo y gas hasta el punto de que debimos pasar de exportadores netos a importadores, lo que hizo que desviáramos divisas para financiar el déficit energético. Además, no fue una forma equitativa de luchar contra la pobreza, pues la energía era barata para todos y no sólo para quienes no podían pagarla. Lamentablemente, podríamos multiplicar los ejemplos de políticas ineficientes que se implementaron por razones distributivas, desde el cepo, que casi nos dejó sin reservas internacionales, hasta las trabas que, con el objetivo de reducir el precio de los alimentos, redujeron sustancialmente el stock ganadero.
En otro escenario, los intentos de introducir criterios rigurosos de eficiencia en la educación para cumplir los días de clases, reducir el ausentismo y evaluar la calidad de la enseñanza encontraron grandes escollos a la hora de sentar a las partes a dialogar, consensuar y, sobre todo, apostar al largo plazo. Y éste es un ejemplo sustancial, ya que no hay nada que ayudaría más a la eficiencia, el crecimiento y la equidad que una educación de calidad.
Entonces, ¿hay que renunciar a reducir la pobreza y alcanzar los ideales de equidad en democracia? La respuesta es no. Es más fructífero diseñar políticas específicas para combatir la pobreza, como la tarifa social, sin malgastar recursos, y destinar lo que se ahorre a financiar el crecimiento sostenido aumentando la inversión. El acuerdo político sobre el punto de compromiso entre eficiencia y equidad es la base de la inversión porque cuando ese consenso por fin se logra, el largo plazo se hace previsible.
Esto que es tan sencillo para entender es muy complejo de lograr, y es aquí donde entran en discusión las instituciones y las reglas de juego. Cuando hay ganadores y perdedores, para que una medida se aplique sin resistencia los perjudicados deben creer que efectivamente serán compensados una vez aplicada la iniciativa. Y para generar esa confianza se necesitan reglas de juego sólidas, que es misión de la política construir. Al mismo tiempo, cuando se trata de mejorar la equidad cuidando la eficiencia, son los empresarios e inversores quienes deben estar seguros de que sus activos no serán afectados utilizando la equidad como pretexto. Nuevamente, esto sólo es posible si las reglas son creíbles, y esto nunca ocurre si campean el clientelismo, la corrupción y la discrecionalidad política.
La mala política genera una sociedad descreída y conflictiva, en la que la inversión y la apuesta por el futuro se debilitan. Si observamos que el resultado de treinta años ha sido una economía mediocre, podría afirmarse que en las prácticas políticas quizás haya habido demasiado tiempo dedicado a la confrontación o la conquista de aliados con relación al esfuerzo destinado a buscar los consensos que permitan enfrentar los dilemas que toda economía plantea.
Habrá que asumir que es indispensable contar con prácticas políticas de calidad, capaces de crear un marco institucional adecuado para una economía que favorezca, al mismo tiempo, el crecimiento sostenido y la inclusión social.
Economista, director de Abeceb y ex secretario de Industria, Comercio y Minería de la Nación