En 1816, los hombres de Tucumán se propusieron crear un Estado y una nación. El Estado era incierto: no sabían quiénes se sumarían a su proyecto. En cuanto a la nación, es decir una comunidad imaginada, asentada en la mente y en el corazón de sus integrantes, su realidad era más imprecisa aún, pues de momento lo que existía eran americanos, patriotas o realistas, en guerra fratricida. Pero la nación era indispensable para sustentar el proyecto de Estado. Desde la Revolución Francesa, el mundo supo lo que los ingleses habían descubierto en el siglo XVII: la legitimidad del poder fundada en la tradición dinástica y en Dios era ya insostenible. El lugar vacío debía ser ocupado por el pueblo o la nación, dos ideas parecidas pero diferentes. Si la nación no existía, debía ser construida. Tal el legado y el mandato que dejaron los hombres de Tucumán.
Las naciones no surgen espontáneamente: necesitan que el Estado establezca el
vínculo contractual que liga a los habitantes. Luego, con sostenido esfuerzo,
construirá en la mente y en los corazones la identidad nacional. La naciente
Argentina se fue haciendo durante varias décadas sin un Estado único. En medio
de las guerras civiles, los proyectistas comenzaron a imaginar la nación futura.
Esteban Echeverría la ancló en Mayo, mientras Bartolomé Mitre, uno de los constructores del Estado, escribía la primera narración histórica de una nación en pañales. La Constitución de 1853, base del Estado, definió la índole de su nacionalidad, que incluía a todos los hombres de buena voluntad que quisieran habitar su suelo y que aceptaran el contrato fundador, garante de las libertades personales. Era una nacionalidad inclusiva, liberal y republicana, abierta al futuro.
El Estado se consagró a "hacer los argentinos", pues no sólo había que
insuflar argentinidad en cuyanos, salteños, correntinos y porteños, sino también
en los ingentes contingentes migratorios. El principal instrumento de esta tarea
prodigiosa fue la escuela pública, donde se enseñaron la geografía, la lengua y
la historia nacionales. Los hijos de gallegos, calabreses o "turcos" aprendieran
que San Martín era el padre de la patria. La acción estatal fue mucho más
amplia-festejos cívicos, canciones patrias y monumentos-, todo lo cual sembró
emotividad en los corazones. Así nació lo que entonces se llamó patriotismo, un
amor a la patria que, como todo amor, debía ser cultivado y renovado
cotidianamente.
Desde 1890 comenzó a emerger otra noción de nacionalidad -estudiada por Lilia Ana Bertoni-, centrada en una cultura propia, raigal y homogénea, similar a la de Alemania, la potencia del momento. Esta moda intelectual se potenció con la tensa inquietud de los sectores criollos -altos y bajos- ante el alud de inmigrantes que parecían amenazar la argentinidad. Los intelectuales buscaron el "ser nacional", clave de la unidad, en la raza, la lengua o las tradiciones, y discutieron si pesaba más lo hispano, lo criollo, lo latino o lo aborigen.
Progresivamente se sumaron voces más potentes. El Ejército encontró la clave en el territorio, esencialmente nacional, amenazado por enemigos al otro lado de la frontera. La Iglesia definió a la Argentina como una nación católica y dejó en la penumbra a los ajenos a la creencia romana. Los grandes movimientos democráticos se declararon únicos intérpretes del pueblo nacional. Por esa vía, la discusión intelectual derivó en un multifacético conflicto político. Quien definiera la nacionalidad podía también definir al "otro" y excluirlo legítimamente. Esta polarización facciosa en torno de la nacionalidad ha sido la clave mayor de la política del siglo XX, tanto en democracia como en dictadura. Entre los excluidos estaban quienes adherían a la primigenia concepción liberal de la nacionalidad y creían que todos son la patria. Arrinconado tras estrepitosas derrotas, fue un sector cada vez más reducido.
En 1983, con la democracia llegaron la república, la ciudadanía y un pluralismo político efectivo. La nacionalidad dejó de ser un instrumento de los militares y volvió a ser cosa de la gente, que la usó creativamente. Pero "la cabra al monte tira", y de la mano de gobiernos discrecionales la política fue retornando a su antiguo cauce. Despojada de algunos de sus elementos culturales más fuertes, conservó lo que el unanimismo le dio: la concepción de "nosotros" y de "ellos", pueblo y antipueblo, que reverdeció durante el último ciclo político.
Pero aunque se la evocara en los mismos términos retóricos, la vieja nacionalidad -la nacionalista y también la liberal- comenzó a tener un sentido muy distinto. En primer lugar por la renovación del flujo de migrantes; quienes venían de los países vecinos, aunque hablaban español, no habían sido educados en la "argentinidad". Por razones diferentes, comenzó a marcarse un distanciamiento de la vieja nacionalidad entre las nuevas elites, acostumbradas a vivir con un ojo y un pie fuera del país. La sociedad, quebrada por una profunda cesura social, careció de la integración y la movilidad que otrora habían hecho verosímil el mito de la unidad cultural y política. Un Estado en crisis, entre otras carencias, falló en la tarea de construir la nacionalidad y aun ignoró cuál construir. El antiguo y ya clásico discurso nacionalista de la unanimidad, instalado en el fondo del sentido común, siguió conservando su eficacia retórica, pero perdió su carnadura social.
Es difícil decir en qué consiste hoy la nacionalidad. ¿Qué tenemos en común todos los que habitamos este país y los que se fueron? Salvo quizás el fútbol, con la selección, pocas cosas suscitan un sentimiento colectivo indiscriminado y permiten una manifestación inocua de la pasión nacionalista. Tampoco el imperativo de la unidad tiene la misma densidad; nuestra sociedad está aprendiendo a ser plural y, como en todo el mundo, es más tolerante con las diferencias. Nadie cree hoy que el camino de la Argentina consista en homogeneizar, como se pensaba hace cien años. El "ser nacional" es apenas un recurso retórico.
En buena hora, porque podemos volver a las fuentes y reconstruir nuestra comunidad imaginada sobre sus bases prístinas; la Constitución de 1853 y el contrato republicano que la informó, aceptado consciente y voluntariamente. Hoy, como nunca en los 100 años anteriores, ser argentino consiste en optar por el país, con los derechos y también las obligaciones. Pero nuestra nacionalidad parece deslizarse por suelo resbaladizo, porque ese contrato está funcionando mal en sus dos partes, la ciudadanía y el Estado.
Luego del impulso de 1983, tras décadas de crisis social, nuestra ciudadanía está debilitada y en muchas partes es casi evanescente. Con la democracia mejoró nuestra conciencia de los derechos, pero se los reclamamos a un Estado que suponemos dueño de un maná inagotable. No nos preocupa saber si ese maná existe, nos basta con que el Estado provea. Por su parte éste, atenazado por lobbies y mafias diversas, carece de fuerza y de legitimidad para reclamarles a los ciudadanos esfuerzos de cuya equidad y utilidad se duda.
Sólo reconstruyendo el contrato político la Argentina puede encarar sobre bases tradicionales y renovadas la cuestión de su nacionalidad. Pero además de organizar la convivencia, se debe insuflar en el corazón el soplo vital que posibilita la ilusión y alimenta el proyecto. Décadas de retórica hueca o facciosa nos previenen sobre algo que sin embargo es esencial. Hay que reconstruir alguna forma de identidad colectiva, fundada en la diversidad y en el pluralismo, pero que tense la fibra de la sociedad. Incluso necesitamos una palabra nueva, no desgastada, que ligue el amor a la patria con la convicción republicana. Que recuerde lo precario de su existencia, amenazada por los intereses y por las pasiones, y la necesidad de renovar cotidianamente el compromiso, en lo grande, pero sobre todo en lo pequeño. Con esta pregunta y esta demanda seguramente encontraremos en los hombres de Tucumán ejemplo y estímulo.