Desnudó en un discurso eficazmente estructurado y bien dicho los desastres heredados con la precisión de un cirujano, sin frases ofensivas, casi sin adjetivos. Enfático, tranquilo (incluso en los momentos en que las vociferaciones de La Cámpora trataban de inquietarlo), cambió hacia un discurso más carismático y convocante cuando habló del futuro. Herencia y futuro se repartieron casi milimétricamente la hora que le llevó su mensaje anual al Parlamento.
Fue un discurso esperado, más por lo que diría del país que le tocó que por
sus promesas, casi todas ya conocidas. No decepcionó.
La asepsia verbal sobre la herencia tiene una razón. Si bien el Presidente necesitaba llevar al conocimiento público cómo había recibido las cosas, también es cierto que requerirá de las distintas versiones del peronismo (con excepción del incorregible cristinismo) para poder gobernar. Si fuera cierto lo que dicen que le aconseja Durán Barba, debe convenirse, luego de escuchar la pieza presidencial, que la influencia del asesor es casi nula. Es real que había una franja de su gobierno más inclinada a ignorar el pasado. Algunos lo hacían pensando en la sociedad argentina, la que, según esos funcionarios, prefiere la alegría y los acuerdos a las malas noticias. Otros suponían que un desgarrador diagnóstico del país recibido provocaría retracción en sectores económicos internacionales, ahora predispuestos a prestarle dólares al Gobierno o a invertir en el país.
El Macri político superó esos planteos con pragmatismo. Lo dijo claramente
cuando aceptó que se debieron aplicar (y se aplicarán) importantes aumentos en
las tarifas de los servicios públicos. O cuando le trasladó al gobierno anterior
la responsabilidad por los inhumanos cortes de electricidad en los calientes
días de febrero. El Presidente concluyó, en fin, que no se puede corregir la
macroeconomía (con las consecuentes repercusiones en la sociedad) sin
explicarles a los argentinos la razón y el porqué. Esa explicación hace,
entonces, a su fortaleza política, indispensable para lidiar con el peronismo
que controla el Congreso.
Las últimas mediciones indican que el Presidente tiene una imagen positiva del 58 por ciento y su gobierno conserva la aprobación del 64 por ciento de los argentinos. Perdió algunos porcentajes desde principios de enero. Pero son momentos incomparables. A principios de enero, su acceso al poder acababa de suceder; todavía la sociedad vivía el clima de las fiestas de fin de año y para muchos comenzaba el período anual de vacaciones. Esas mediciones recientes, que indican que Macri recoge números importantes de aceptación personal y política, se hicieron después de los anuncios de aumentos en las tarifas de electricidad.
Los inversores o los prestamistas, por otro lado, no esperan un discurso oficial para conocer (o desconocer) el estado de la economía de un país. Les bastaría con consultar a economistas privados argentinos, que hay muchos y buenos, para saber en qué estado se encuentra la economía nacional. La conclusión del Presidente fue que el silencio sobre el pasado sería, a la larga o a la corta, una carga pesada sobre sus espaldas. Y, sobre todo, que ese silencio no valía la pena.
Hizo bien. La reacción la tuvo en el propio recinto del Congreso. El minibloque de La Cámpora pareció entrar en éxtasis combativo cuando Macri derrumbó con pocas palabras el relato construido por el cristinismo durante ocho años. ¿Cómo? ¿Acaso desde ese escenario no se dijeron discursos describiendo un país idílico, habitado sólo por argentinos felices? ¿No se combatió desde ahí a los imperios reales o falsos? ¿No se estaba, al fin y al cabo, ante una profanación del lugar reservado eternamente para las cataratas verbales de Cristina Kirchner? Los diputados camporistas, convertidos en una minoría testimonial, se desquiciaron. Carteles, silbidos, gritos. Un alboroto propio de las asambleas en centros universitarios.
El peronismo histórico merece otro análisis. Se limitó al rito parlamentario anual: la oposición no aplaude y luego critica el discurso del Presidente ante el Congreso. Es la misma reticencia que pudo observarse en Sergio Massa, que hasta hace poco era un opositor cercano al Presidente. Nunca hay un último Massa; siempre los cambios son esperables en él. Algunos legisladores del peronismo clásico y pejotista estaban más molestos por la estudiantina de La Cámpora que por el discurso de Macri. Detestan que la opinión pública los confunda con el camporismo. Arrinconar al cristinismo en una minoría poco influyente se transformó en un objetivo casi unánime de la política argentina. A ello ha contribuido, mejor que nadie, la política de oposición ciega a Macri por parte de la ex presidenta recluida en El Calafate.
Una síntesis forzosamente arbitraria de las prioridades presidenciales podría señalar tres cuestiones: investigar la corrupción, cambiar drásticamente el eje en el combate contra el narcotráfico y terminar el acuerdo con los holdouts. Sin embargo, también debe consignarse que Macri subrayó varias veces su vocación para modificar la situación de los sectores más vulnerables de la sociedad. "Cada mañana, cuando llego a mi despacho, pienso en qué injusticia puedo reparar", dijo. Hizo un gesto político cuando anunció la ampliación de la Asignación Universal por Hijo: reconoció a Elisa Carrió como autora de ese proyecto. De paso, despejó dudas. Carrió sigue siendo su aliada, aunque Carrió es Carrió. Ella tiene sus propias opiniones, que difieren de las del Presidente, sobre el Papa, sobre el mínimo no imponible o sobre la designación de los miembros de la Corte. No importa. Carrió fue demasiado importante en la construcción de Cambiemos (sobre todo en eliminar prejuicios y limitaciones) como para olvidarla por disidencias que pueden convivir.
De la corrupción dijo que debe actuar una Justicia independiente, pero adelantó que la dotará de los recursos y elementos necesarios. Respaldó, sin decirlo, a los jueces que están avanzando en la investigación de prácticas corruptas durante el gobierno anterior. No son todos los jueces, pero siete funcionarios cristinistas fueron procesados desde el 10 de diciembre. "La corrupción no debe quedar impune", advirtió (¿y anticipó?). Después de describir la dimensión del problema del narcotráfico, hizo otro anuncio: "Debemos establecer si fue desidia, incompetencia o complicidad". El que quiera entender que entienda. Uno de los momentos más aplaudidos del discurso presidencial fue cuando recordó que el 24 de marzo se cumplirán 40 años del golpe militar de 1976. "Nunca más a la violencia institucional y política", propuso.
El acuerdo con los fondos buitre necesita de tres aceptaciones en el Congreso: la derogación de dos leyes (la llamada cerrojo y la de pago soberano) y la aprobación del acuerdo con los holdouts que se alcanzó anteayer. La deuda pública es una cuestión que debe pasar por el Parlamento. El ex presidente del Banco Central Juan Carlos Fábrega estuvo asesorando a algunos senadores peronistas, a quienes les contó la negociación con los fondos buitre de una delegación de bancos nacionales en junio de 2014. Esa delegación contaba con el beneplácito de Fábrega y de la entonces presidenta Kirchner. Se había llegado a un acuerdo con una quita del 20 por ciento, pero Cristina (¿o Kicillof?) lo dinamitó en el momento agónico. El gobierno de Macri consiguió una quita del 25 por ciento. "¿Por qué se lo vamos a rechazar a Macri?", pregunta, insinuante, un importante senador peronista.
Poco antes de terminar, Macri describió la Argentina con la que sueña (productora, abierta al mundo, innovadora, pacífica y consensual), muy distinta del país cuyo boceto reinó durante más de una década. De su eficacia y su astucia (y del apoyo o rechazo que tenga en la sociedad) dependerá qué Argentina vencerá en el trazo final de la historia.