Se han ensayado diversas explicaciones. Que los consumidores convalidan los aumentos, que la cadena comercial tiene una estructura de costos en la que pesa el valor de los alquileres o los salarios, que la oferta de carnes sustitutas (pollo, cerdo o pescado) no es competitiva o que hay un segmento de la actividad que opera fuera de la órbita de las exigencias fiscales y sanitarias. Aunque no son las únicas razones, todas tienen una parte de verdad.
La herencia recibida por el actual gobierno en materia de ganados y carnes no contribuye a terminar con esa incógnita. Por el contrario, puede exhibirse como un ejemplo de todo lo que no hay que hacer. En la administración anterior se fijaron precios máximos de los cortes, se reguló el peso de los animales y se prohibieron exportaciones. Esa política derivó en el cierre de un centenar de frigoríficos, la pérdida de miles de puestos de trabajo en la industria frigorífica, el aumento del precio de la carne por encima del promedio de la inflación y la liquidación del 10% del stock vacuno. Consumidores y productores fueron los grandes derrotados.
Ahora, al Gobierno se le presenta el desafío de enfrentar la inflación sin apelar a las herramientas del pasado. Durante la campaña presidencial, los especialistas de la Fundación Pensar prometieron que no iban a hacer lo que hacía el ex secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno porque las consecuencias estaban a la vista. Apoyaron un documento presentado en agosto de 2015 por la cadena productiva de carnes -que va desde el productor que cría el ternero en el campo hasta el frigorífico que faena la res para transformarla en cortes-, que proponía una política de mediano y largo plazo. Ese trabajo tiene como meta para 2025 pasar de producir 2,7 millones a 4,5 millones de toneladas de carne al año, incrementar un 15% el stock bovino, generar divisas por US$ 13.000 millones (de los US$ 1000 millones actuales) y crear 300.000 puestos de trabajo, entre directos e indirectos. ¿Cómo hacerlo? Eliminando impuestos distorsivos, blanqueando la cadena, aumentando la producción de novillos pesados (más kilos de carne por animal) y conquistando mercados externos.
Llegar a esa meta demandará años de trabajo. Mientras tanto, en el Gobierno saben que tienen que afrontar un período de al menos nueve meses para que se recomponga la oferta de hacienda.
Al mismo tiempo, al Gobierno se le presenta el desafío de sumar a ese programa a actores del negocio que tienen un peso fundamental, como los supermercados, por ejemplo. En las grandes ciudades manejan poco más de la mitad del canal de ventas minoristas. Productores e industriales los observan con recelo porque creen que están fuera de la lógica de los movimientos de la oferta y la demanda que rige para el resto de la actividad.
El Gobierno también tiene que decidir qué hacer con gran parte de la cadena que está en negro. En Agroindustria hay dos posturas diferentes respecto de la necesidad de recrear la Oficina de Control Comercial Agropecuario (Oncca). Unos creen que debe tener cierta autonomía del Ministerio y otros, que no es necesario. Mientras tanto, los viejos actores, que tenían excelentes vínculos con Moreno, siguen a sus anchas.
Por ahora, frente al cimbronazo de los precios, el Gobierno esbozó la posibilidad de alentar la importación de carne desde Uruguay. Los especialistas no creen que tenga efecto. La solución no es sencilla y se buscan nuevas herramientas.