Las fuerzas de seguridad comenzaron, por un lado, a restablecer una noción del orden público, completamente perdida desde la gran crisis de 2001 y 2002.
Por el otro, inició el proceso de revisión de los contratos en el Estado
durante el kirchnerismo, período en el que el número de empleados públicos en el
país (Estado federal, provincias y municipios) se duplicó. En algún lugar ambas
decisiones están vinculadas, porque la eliminación del empleo político
terminará, previsiblemente, en conflictos que se llevarán a la vía pública.
El conflicto laboral en la empresa Cresta Roja existe. La empresa se tambaleaba entre la venta y la quiebra hasta que ayer la jueza Valeria Pérez Casado decretó la quiebra. Unos 3000 trabajadores tienen sus empleos en riesgo y, encima, no cobran sus salarios. Es el resultado de la administración irresponsable de sus dueños, los hermanos Rasic, que pusieron su empresa en manos de Guillermo Moreno y de los precios generosos que pagaba Hugo Chávez en tiempos de la bonanza petrolera. Concluidos hace mucho tiempo los subsidios de Moreno y con Venezuela atravesando una profunda crisis económica, la empresa descubrió que tenía más empleados que los que necesitaba, que debía más dinero que el que podía pagar y que el Estado tampoco le pagaba lo que le adeudaba. Fue el final predecible de la ilusión kirchnerista: todo es posible, y más también, mientras el dinero sobra. Todo se derrumba, en cambio, cuando escasean los recursos del Estado. Cresta Roja es, como empresa, una víctima de los populismos argentino y venezolano, que contaron con la complicidad de no pocos empresarios.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo eso con los viajeros de Ezeiza? Nada. Es
un problema aparte, aunque no menor. Importantes sectores sociales se
acostumbraron a cortar calles, rutas y autopistas, a trastornar el espacio
público en demanda de soluciones al gobierno. Sus protagonistas incluyen desde
la izquierda trotskista hasta sectores de la clase media dispuestos a reclamar
por un corte de luz, pasando por trabajadores que reclaman un aumento salarial y
por la estabilidad de las empresas. El objetivo explícito y confeso es molestar
a los argentinos, destruir los horarios de sus vidas, condenarlos a vivir
interminables tiempos muertos. De esa manera, los que protestan consiguen la
"visibilidad" del conflicto a la espera de que los que gobiernan se preocupen de
resolver los problemas. Una mayoría de la sociedad es rehén de esa práctica
desde hace demasiado tiempo.
La sensibilidad de los líderes de las protestas ha cambiado mucho a lo largo de casi una década y media. Al principio, cuando el país vivía su peor colapso económico y social, los primeros jefes piqueteros se ocupaban de pedir disculpas por las molestias que causaban. Iban a la televisión y a los diarios para explicar sus razones y pedir comprensión. Ahora, esa sensibilidad no existe más. Peor: buscan el momento y el lugar que más complicaciones pueden causarle a la gente común. Es el caso de Ezeiza, donde los piquetes pueden provocar la pérdida de vuelos o un regreso inhumano al país de argentinos que estuvieron en el exterior.
La Argentina es el país del mundo que más protestas registra en la vía pública. Es la consecuencia, quizás, de demasiados años en los que gobernó una estirpe indiferente al sufrimiento social, preocupada sólo por un incierto lugar en la historia. Prefería mirarse en el espejo del futuro antes que solucionar los problemas del presente. Durante los años del kirchnerismo, no obstante, murieron 15 personas durante protestas sociales.
Funcionarios de Macri se sorprendieron cuando los trabajadores de Cresta Roja, que vienen haciendo piquetes desde la administración de Cristina Kirchner, les contaron que el gobierno anterior ni siquiera hablaba con ellos. A su vez, la jueza que tiene en sus manos el concurso de acreedores de los Rasic pertenece a Justicia Legítima y demoró durante más tiempo que el comprensible la solución del conflicto. La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, le aconsejó a Macri el viernes pasado, cuando el corte de la entrada a Ezeiza se hizo salvaje, que no actuaran sin conocer quiénes estaban dentro de la protesta. Temían que hubiera agentes de Quebracho o de otras organizaciones con experiencia en el ejercicio de promover el caos. Sólo anteayer, con toda la información en poder del Gobierno, éste decidió concluir con esa protesta. Ya tenía, además, una orden judicial para desalojar la autopista.
Otro desafío que tiene el Gobierno es el de administrar la represión sin provocar muertes. Hay un problema objetivo: las fuerzas de seguridad han perdido el temor que solían provocar en los revoltosos, y éstos, a su vez, se tornaron cada vez más violentos. Tras más de una década en el papel de meros espectadores del descontrol social, las fuerzas del orden se olvidaron de los manuales que les enseñan a reprimir sin producir una violencia desmedida. Ayer no hubo grandes lesionados, pero sí hubo heridos entre los que protestaban y entre los gendarmes. La represión del Estado tuvo una réplica violenta. Es extraño también el mensaje de los partidos de izquierda sobre el "derecho a la protesta", que ignora el derecho del resto de los argentinos a vivir con tranquilidad. El error tiene su precio: así les fue en las últimas elecciones.
Es probable que gran parte del problema pueda resolverlo Macri con sólo ocuparse de los conflictos. Debe producir un cambio cultural dentro del propio Estado. Es necesario que éste llegue a los conflictos antes de que éstos se tornen inmanejables. Por eso, la cuestión no es sólo un asunto del Ministerio de Seguridad, que debería actuar cuando ya todas las instancias pacíficas se han agotado. Los ministerios de Trabajo, de Desarrollo Social, de Transporte y de Energía deberían tener un papel, inicial al menos, más importante que el de Seguridad. Ese cambio cultural provocaría otro cambio en la propia sociedad, cuando ésta descubra, si es que algún día descubre, que no es necesario martirizar al resto de los argentinos para solucionar problemas propios.
Otra parte del conflicto, quizás pequeña pero igualmente incómoda, estará presente durante un tiempo largo. Será la protesta que no tiene más argumentos que la disidencia ideológica con la administración de Macri y que proviene tanto de la izquierda como del kirchnerismo más cerril. Este último disputa tanto los puestos de trabajo en el Estado que están en riesgo como la administración de planes sociales; éste es el caso de Milagro Sala en Jujuy, que aspira a seguir tercerizando la ayuda social en la provincia.
Macri comenzó a revisar unos 60.000 contratos de empleados públicos hechos por el kirchnerismo en los últimos tiempos. Son muchos, pero son muy pocos si se los compara con el número de empleados que ingresaron a la administración desde 2002. Más de dos millones de personas se incorporaron al Estado en doce años. El Estado nacional pasó de tener 2.300.000 empleados en su presupuesto de 2002 a 4.400.000, que son los que hay ahora. Provincias y municipios fueron grandes creadores de supuestos puestos de trabajo. Fue, también, una manera de disimular el desempleo en el país y, al mismo tiempo, de crear una militancia rentada al servicio del partido en el poder.
El cambio de paradigmas que se entrevió ayer es un camino que no carece de riesgos. Pero la única opción que tiene Macri es que las cosas sigan iguales. Se convertiría, en ese caso, en lo que no quiere ser: en un kirchnerista más prolijo.