Aislada en su lógica autoritaria y vengativa, la Presidenta en funciones está condicionando seriamente el próximo gobierno de Mauricio Macri y, al mismo tiempo, comprometiendo el destino del peronismo como alternativa de poder.
Cristina Kirchner se ha colocado al frente de la campaña de los fanáticos
kirchneristas ("arruinemos la fiesta de Macri") y está dispuesta a vaciarle el
Tesoro al presidente electo.
Ya había cometido la notable arbitrariedad de nombrar embajadores en días recientes o de incorporar a miles de camporistas al Estado. Aunque estas dos decisiones podrían rectificarse en el gobierno de Macri, lo cierto es que todo exhibe sin pudor a una política casi siempre equivocada y a una persona que, cómoda entre el rencor y el resentimiento, recurre infaltablemente a la venganza para curar sus derrotas.
La víctima no es sólo Macri; también lo es el peronismo, atado a los
caprichos de Cristina durante demasiado tiempo. La mayoría social que votó por
un cambio de modos y prácticas en el ejercicio del poder es mucho más amplia que
el 51,34 por ciento que sacó Macri. Muchos de los que votaron por Daniel Scioli
confiaron también en su estilo distinto de hacer política. La decisión de
Cristina Kirchner de profundizar aún más su política de tierra arrasada
compromete, por lo tanto, el destino del peronismo, que siempre demostró
plasticidad para adaptarse al clima de la época.
Así fue en los años 80, cuando urdió una variante socialcristiana democrática para competir con el radicalismo socialdemócrata de Alfonsín. En los 90 se unió a la marea liberal y privatizadora que había llegado al mundo. El propio Perón osciló entre el nacionalismo proteccionista y el liberalismo en los nueve años de su primer gobierno. La ideología del peronismo es el poder. Sería esta la primera vez que el peronismo se aferra a modos y políticas repudiados por la mayoría de la sociedad. Varios gobernadores anticiparon que tomarán distancia del cristinismo después del 10 de diciembre. Pero, ¿hasta qué punto los comprometerá Cristina con la transición más traumática que ha tenido la Argentina? La respuesta la tiene sólo la Presidenta en funciones, porque sólo ella sabe hasta dónde está dispuesta a llegar con una estrategia que se parece mucho al foquismo o, dicho de otro modo, a la guerra de guerrilla.
Vale la pena detenerse en dos conflictos: la extensión ayer a todas las provincias, por una decreto de necesidad y urgencia de Cristina, de la devolución del 15 por ciento que la Nación les retenía a las provincias para financiar la Anses, y la discusión no resuelta sobre la ceremonia de asunción de Macri, el jueves 10. Veamos el último caso. Cristina quiere, en síntesis, meterse en un acto que no será suyo. Se lo había anticipado a Macri en la mala reunión que tuvieron en Olivos. Le manifestó entonces que su propósito era "despedirse de la militancia".
El objetivo no es reprochable; la oportunidad sí lo es. Podría despedirse el día anterior en la Casa de Gobierno o podría hacerlo después en un local alquilado, como lo hacen todos los dirigentes políticos que no están en el poder. Se empecinó, en cambio, en asistir en el Congreso al acto de juramento de Macri, entregarle ahí los símbolos presidenciales (bastón y banda) y convocar a la juventud kirchnerista a la plaza del Congreso. Es decir, quiere someterlo a Macri a los insultos y al fanatismo de sus seguidores.
La Constitución señala que el presidente electo jurará su cargo ante el presidente del Senado y delante de la Asamblea Legislativa. Punto. Luego, la costumbre estableció que el nuevo mandatario aprovecha ese momento para informarle al Parlamento sobre sus principales políticas. El presidente saliente no tiene, como es fácil advertir, ningún papel en el recinto parlamentario. La tradición impuso que el nuevo presidente se traslade luego desde el Congreso hasta la Casa Rosada y que el presidente saliente le entregue ahí los símbolos del poder presidencial. Así sucedió entre Alfonsín y Menem y entre Menem y De la Rúa. La tradición la rompió Eduardo Duhalde en 2003 cuando le entregó esos símbolos a Néstor Kirchner en el Congreso. Pero Duhalde fue un presidente elegido por la Asamblea Legislativa y, por eso, entregó el poder delante de sus mandantes. Los Kirchner siguieron luego con esa costumbre. ¿Por qué? Porque simplemente las ceremonias más exaltadas de la República se resolvían en el dormitorio matrimonial.
Riesgo peronista
La pertinacia de Cristina Kirchner en este asunto sólo hará más nocivo el recuerdo que quedará de ella en vastos sectores sociales. El enorme riesgo del peronismo (que muchos peronistas verbalizan) es que ese partido termine contagiado por el mismo recuerdo. Si no sabe entregar pacíficamente el poder, ¿cómo confiar en que el peronismo sabrá acompañar a un gobierno no peronista en el ejercicio del poder? ¿Cómo, después de que los dos presidentes no peronistas de la democracia, Alfonsín y De la Rúa, debieron entregar el poder antes de tiempo? ¿En qué quedarían los propósitos de acuerdos y convivencia explayados por peronistas como Scioli, Urtubey, De la Sota y Massa?
La retención a las provincias del 15 por ciento de la coparticipación es una injusticia. Esa exacción comenzó cuando en los años 90 se privatizaron los fondos previsionales. El Estado debía seguir pagando a los viejos jubilados y la recaudación había quedado en manos de los fondos privados de pensión. La primera quita fue un acuerdo entre la Nación y las provincias. A partir de 2006 (Néstor Kirchner era el presidente de la Nación) una ley prorrogó el pacto, pero ya sin el acuerdo de las provincias. Los recursos de las AFJP se estatizaron en 2008 y el Estado volvió a recaudar los fondos previsionales. Ya no se justificaba el aporte de las provincias. Los dos Kirchner despilfarraron fondos de la Anses con esos recursos que eran de las provincias y no de la Nación.
Córdoba, Santa Fe y San Luis recurrieron a la Corte Suprema de Justicia en reclamo de esos recursos. El máximo tribunal de Justicia les dio la razón la semana pasada. La decisión fue firmada por tres jueces de los cuatro que hay (Ricardo Lorenzetti, Juan Carlos Maqueda y Carlos Fayt); la cuarta jueza, Elena Highton de Nolasco, no firmó. En esa aritmética está la razón de por qué salió ahora el fallo. Fayt se irá de la Corte el 10 de diciembre. A partir de ese momento, el tribunal necesitará la opinión unánime de sus tres miembros para dictar una resolución. Necesitará la mayoría de cinco (que es el número de jueces que deberían integrar la Corte) y no la de tres (que serán los jueces que habrá). O el fallo salía ahora o se demoraría muchos meses más.
De todos modos, la Corte resolvió tres casos que pasaron por un interminable trámite de aportación de pruebas y contrapruebas, de audiencias públicas y de conciliación. Estableció un plazo de 120 días para que las tres provincias y la Nación acordaran un plan de pagos. La deuda con las provincias es inexistente, en la mayoría de los casos, porque serviría sólo para compensar deudas de las provincias con la Nación. Compromete, sí, al gobierno nacional a no retenerles a esa tres provincias el 15 por ciento que les retenía hasta ahora. La sentencia es aplicable sólo a esas tres provincias. Cualquier otra provincia que aspirara a lo mismo debería iniciar el mismo trámite. El objetivo político de la Corte fue, en última instancia, establecer un marco para que se discuta una ley de coparticipación. Esa ley es un mandato de la nueva Constitución de 1994 que ningún gobierno posterior lo cumplió.
Cuando faltan seis días hábiles para su ostracismo, Cristina Kirchner decidió ayer, con el típico método de ordeno y mando, entregarles esos fondos a todas las provincias, fondos que le permitieron a ella, y a su marido, contar con importantes recursos. No fue un acto de justicia con la provincia; fue una decisión vengativa contra Macri. Macri le ganó. Merece entonces la venganza, la misma que les aplicó a los productores rurales durante siete años inclementes, desde que aquéllos la derrotaron en 2008. En Caracas, Nicolás Maduro se resiste también a una derrota anunciada y promete la venganza con los militares en la calle. Los populismos latinoamericanos se diferencian sólo en el grado de su vulgar extravagancia.