Partimos como somos. En la Argentina, el kirchnerismo se va del mismo modo y con la misma prepotencia con que ejerció el poder.
Previo a la elección presidencial del domingo se atropelló la veda electoral
con el candidato oficialista haciendo recorridas públicas y con la Presidenta
hablando durante media hora al momento de sufragar. Ayer, en la Cámara de
Diputados, el oficialismo impuso su mayoría para iniciar la última sesión del
año y tratar alrededor de 90 iniciativas sin consensuarlas con la oposición,
pese al reclamo de los diputados de Cambiemos de que se acordara un temario en
común, con temas referidos a la transición.
Siempre del límite de la ley un poquito para afuera.
Días antes se había votado en el Congreso de apuro y por fuera de la orden
del día a los nuevos integrantes de la Auditoría General de la Nación, órgano
que deberá revisar en 2016 el proceder y las cuentas públicas del gobierno
saliente. No son nada sutiles en su operatoria: cubren sus espaldas con jóvenes
aguerridos del riñón de confianza para defender con los dientes apretados las
trapisondas realizadas. Una oda a la moral.
En las últimas semanas se nombraron infinidad de funcionarios públicos, superpoblando el Estado para no dejar a quien viene otra alternativa que reordenar semejante sobrepeso. Se supo que en diversas áreas, como el Ministerio de Economía, se procedió impunemente a triturar documentación oficial. En otras dependencias ya existieron varios incendios ocasionales en los últimos meses, algo muy inusual y manifiestamente sospechoso.
En la elección del domingo último fue necesario que la oposición pusiera un número sideral de fiscales de mesa, lo que significó una verdadera revolución que modifica nuestro modo de pensar la política y el compromiso social de la ciudadanía.
Se trata de un factor novedoso por dos motivos. El primero es que un frente político que no es el Partido Justicialista logró movilizar centenas de miles de fiscales y voluntarios. El segundo es que se consiguió frenar un modo de funcionamiento fraudulento que solían ejecutar caudillos de ciertos municipios de la provincia de Buenos Aires. Con ello no solo se defendieron los votos de la ciudanía, sino que se delineó una pedagogía cívica respecto del valor de poner el cuerpo para que la palabra de los electores sea la que se pronuncie por sobre la viveza criolla.
La noche del domingo generó un alivio para muchos que se sentían oprimidos. Muchos votaron buscando que el Estado reencauce un modo institucional que deje a la ciudadanía en paz sin prepotearla sistemáticamente con sus márgenes ideológicos, con sus estadísticas irregulares y con su miedo para la victoria.
El oficialismo no pocas veces fue impetuoso en sus formas y en su discursividad: no pluralizó la palabra ni intentó establecer consensos de unidad, confrontó y hostigó a quien intentaba criticarlo o simplemente manifestaba una opinión diferente. Muchas de las denuncias de estos atropellos (particulares e institucionales) no fueron escuchadas.
El oficialismo intentó silenciar la expresión diferente. Las más de cuarenta cadenas nacionales que invadieron 2015 son un modo de ejercer el monopolio de la voz pública (aunque con consecuencias contraproducentes).
Centenares de funcionarios de dependencias estatales sufrieron los modos de moderación discursiva y regulación de la palabra -tenue o brutal- durante estos años. Los servicios de inteligencia por orden presidencial miraron los mails de periodistas o economistas opositores. Se realizaron inspecciones puntuales a dedo para generar miedo en empresas o para disuadir a profesionales independientes. Métodos violentos al servicio de la liberación.
Esta asfixia de las libertades se hizo desahogo. Cansados de que les dejaran el silencio y se quedaran el canto, los votantes usaron ese silencio para poner sus reclamos condensados adentro de una urna. Desde ahora, se necesita que muchos, que hasta hoy callaron por miedo a ese Estado envalentonado comiencen a denunciar estos acosos a la libertad. Así, de paso, muchos dejarán de pensar que se exagera cuando se habla del despotismo de estos años.
Se trató de formas no neoliberales de privatizar el Estado. Se privatizó la palabra estatal, se acallaron funcionarios, técnicos y cifras haciendo del Estado algo privado, sectorial, para unos pocos. El oficialismo cooptó los espacios públicos: la televisión pública, los órganos técnicos, etc. En nombre del "todo es política" derrocó alteridades, privatizando lo público, cercenando voluntades.
Con sus modales premodernos y tribales intentó generar terror en la retirada, destruyendo las chozas al galope y tratando de hacer inhabitable la aldea.
Parten como son. Pero los ciudadanos ya decidieron. Quieren que esos modos primitivos sean ya una fracción de su pasado.
Filósofo y doctor en Ciencias Sociales