Un solo dato podría explicar mejor que nada el monumental vuelco que dio la política argentina en los últimos días. Un liderazgo político distinto está muy cerca de hacerse cargo al mismo tiempo, y por primera vez en la historia, del gobierno nacional, de la Capital y de la provincia de Buenos Aires. Ningún otro presidente tuvo semejante influencia desde que el jefe de gobierno porteño es elegido popularmente, salvo un alianza forzada (obligada por la falta de alternativas) entre Néstor Kirchner y Aníbal Ibarra.
Ese acontecimiento eventual exhibe también el formidable tamaño de la derrota del kirchnerismo gobernante. Lo que sucedió ya, más allá de lo que ocurra el 22 de este mes, deja atrás a la fracción política que gobernó el país en los últimos 12 años. No hay partido político (y el peronismo menos que ningún otro) que aspire a resucitar lo que la sociedad sepultó, con honores o sin ellos.
Esa posibilidad se concretaría, desde ya si Mauricio Macri fuera elegido presidente dentro de tres semanas. La alianza política que lidera Macri ya ganó la Capital y Buenos Aires; debe conquistar todavía el gobierno nacional. Tres encuestas distintas, hechas sobre el fin de semana, le dan a Macri una ventaja sobre Daniel Scioli de 10 puntos porcentuales (55 por ciento a 45 en cifras redondas). Sin proyectar indecisos, una de esas encuestas dio 50 contra 37. Puede ser que Macri esté aún sobre la espuma de su elección del domingo pasado, pero podría darse el lujo de perder hasta la mitad de la espuma. Un triunfo en un ballottage de cinco puntos significaría una victoria importante.
Las segundas vueltas presidenciales, cuando sólo hay dos candidatos, se resuelven por porcentaje muy cercanos. El aspecto más novedoso de esas mediciones es que la mayoría, un 52%, cree que Macri será el próximo presidente. Antes de las elecciones del domingo pasado, una mayoría social creía que ese lugar lo ocuparía Daniel Scioli. También ha sucedido, por lo tanto, un quiebre en la conciencia social sobre la inevitabilidad del peronismo.
El problema de Scioli no es sólo la celebridad de Macri, sino también los estrechos márgenes personales y políticos con que cuenta para darle un giro decisivo al tramo final de su campaña. Es llamativo que Scioli haya desechado todos los consejos que le dieron de que se alejara de Cristina Kirchner y, en cambio, la ratificó de hecho como jefa de su campaña. La campaña sucia de descalificaciones y temores contra Macri y sus aliados fue lanzada por la Presidenta, primero en las redes sociales y luego en su propio discurso en la Casa de Gobierno. Pocas horas después, Scioli obedeció esa estrategia y también pidió en una entrevista periodística que el debate presidencial se hiciera con archivos fílmicos sobre las posiciones en el pasado de los candidatos. ¿Una especie de 6,7,8 llevado a la última cima de la política? Puede ser. Cristina había señalado ese camino y Scioli lo acató. Raro en Scioli, que antes le había prohibido a su equipo cualquier campaña sucia contra Macri.
Cristina sintió siempre, como toda persona arbitraria, pasión por la edición de viejas informaciones periodísticas. Nunca tuvo en cuenta que ningún político se salvaría del descrédito si el archivo de antiguas declaraciones fuera usado sin la debida contextualización, o si, al revés, fuera manipulado y editado tendenciosamente. No se salvarían ni Cristina ni Scioli. No es extraño en Cristina; el periodismo que ella amamantó nació y creció a la sombra de esa práctica. Es extraño en Scioli, que nunca hizo eso. ¿El cambio de ahora es la aceptación implícita de que está en desventaja frente a su rival?
El principal conflicto de Scioli es que no puede tomar distancia de Cristina. No pudo antes. ¿Qué hubiera sido de la elección del domingo si su fórmula se hubiera integrado, por ejemplo, con el gobernador salteño Juan Manuel Urtubey, como el propio Scioli quería, en lugar de Carlos Zannini? ¿Y si, encima, el candidato a gobernador de Buenos Aires hubiera sido Florencio Randazzo o Julián Domínguez en lugar de Aníbal Fernández, a quien el diario español El País comparó con Herminio Iglesias?
La situación del peronismo sería distinta, pero Cristina se obcecó en demostrar que ella era quien hacía y deshacía en territorio de Scioli. La culpa es de Cristina, por su certeza de que la política se movía a su antojo, pero es también de Scioli por no haberle dicho que no a tiempo.
En la conferencia de prensa del lunes pasado, Zannini tenía un lugar reservado entre el montón de funcionarios sciolistas. Un llamado de la Casa Rosada obligó a Scioli a colocarlo a su lado. Scioli aceptó. Así apareció, por primera vez desde la elección, ante la sociedad.
"No estaba al lado; estaba sentado unos centímetros atrás", aclararon los sciolistas. Ésa es la distancia que se permite Scioli. Cierta o no, el gobernador manifestó entre propios cierto temor por la versión de que Zannini se bajaría de la candidatura vicepresidencial si él cambiaba su discurso. "Dejalo que se baje. ¿Dónde va a ir?", le contestó uno de sus amigos. Scioli calló.
Otro amigo le dijo que su único camino para cambiar la dirección de la derrota era una clara diferenciación con Cristina. "Anunciá que Amado Boudou nunca será embajador en un gobierno tuyo o que derogarás en el acto el acuerdo con Irán", le propuso. Scioli tomó nota y calló. Poco después se dedicó a repetir los conceptos básicos de Cristina en su discurso. Si buscan un Scioli enfrentado con Cristina deberían, antes, buscar el método para que Scioli naciera de nuevo. No hay otra forma.
A Cristina, en cambio, no le importa Scioli. Se enfurece pidiendo el voto para su modelo, pero no para su candidato.
El domingo de la elección estaba preocupada sólo por la provincia de Buenos Aires y, más precisamente, por Lanús, donde competía como candidato a intendente el camporista Julián Álvarez. En el hotel Intercontinental esperaban Aníbal Fernández y La Cámpora. Scioli estaba con los suyos en el Luna Park. Es posible que Cristina haya imaginado un triunfo de Aníbal y de Álvarez para presentarse en el hotel y celebrar la victoria bonaerense, donde el cristinismo pensaba refugiarse. Scioli quedaría solo. Decepción. Aníbal perdió la gobernación y Álvarez perdió Lanús a manos del macrista Néstor Grindetti.
Ese domingo, los jueces Eugenio Sarrabayrouse y Domingo Sesín fueron llamados desde la Casa de Gobierno. La Presidenta los convocaba para el lunes siguiente. En una cordial reunión, les ofreció los cargos de jueces de la Corte Suprema. Nunca le importó a ella el resultado de las elecciones. Haría lo que quisiera bajo cualquier circunstancia. Sarrabayrouse y Sesín son profesionales respetados. "Quiero dejar la misma Corte prestigiosa que recibí", les comentó. Los jueces se fueron convencidos, por la seguridad con que les habló la Presidenta, de que ya existía un acuerdo con el radicalismo para el necesario acuerdo del Senado. No habló con nadie, ni siquiera con Scioli. Desgastó inútilmente a dos personas que merecían un trato mejor.
Una audacia de Scioli provocó en el acto la refutación de Cristina. Scioli prometió el 82% móvil a los jubilados, robándole una idea a Sergio Massa. Cristina le recordó públicamente que ella había vetado un proyecto de la oposición que disponía lo mismo. El problema de Scioli, en efecto, no es Macri, y la solución no vendrá con sólo sacarle el polvo a la historia para transformarla en cualquier cosa. Su problema es Cristina y la incapacidad de ésta para aceptar que la gloria que le tocó ya es más pasado que presente. Y que carece de destino.