Detrás de estas opciones se dibujaban contradictorios escenarios. Sólo le quedaba a Fayt elegir entre ellos. Incluso podría decirse que pocas veces fue Fayt más poderoso que cuando decidió renunciar. La evidente inquina que alimentó Cristina contra él sólo sirvió para resaltar su influencia. La gravitación de un magistrado, así, no sólo depende de su ubicación en el sistema de poder, sino también de su conducta personal.
Fayt, por lo pronto, escogió irse simultáneamente con Cristina, o sea, cuando ni él ni ella tuvieran, ya, poder. Esta coincidencia dejó vacío, abruptamente, el escenario de la lucha por el poder. Ya nadie lo ocuparía en lo inmediato. Se abría, por lo pronto, una etapa enteramente nueva y el futuro se estiraba por consiguiente hasta un horizonte desconocido. En cierta forma, volvíamos a empezar.
Pero no volvíamos a empezar como si nuestras urgencias desplazaran a nuestro sistema de poder, sino al contrario, como si lo confirmaran, porque era dentro de nuestro sistema de poder que se cristalizaban nuestras opciones. Lo cual gravitaba en favor de la persistencia del sistema y no a costa de ella, como tantas otras veces ocurrió en los tiempos de la inestabilidad.
Y es así como una Argentina igualmente vertiginosa logró perdurar en esta ocasión sin mengua de su intensidad y en respaldo de su estabilidad. ¿Estamos progresando de a pequeños pasos? Estos pequeños pasos ¿nos conducirán finalmente al desarrollo que anhelamos? ¿Cuán cerca estamos de nuestra meta? ¿Sentimos, acaso, la cercanía de su plenitud?
Si esta anhelada plenitud se encuentra cerca, por otra parte, no deberíamos exaltarla hasta el punto de confundirla con el desarrollo final. Tampoco el desarrollo debe ser asumido como una meta inminente. Lo importante es saber, en cambio, que estamos en camino, aunque todavía nos falte mucho para completar la jornada.
También es importante que nos preguntemos si esa plenitud a la que aspiramos será argentina o latinoamericana. Sin necesidad de compararnos con otros, sino, en última instancia, con nosotros mismos, con nuestro propio potencial, aunque ese potencial sea todavía un misterio para nosotros mismos.
No tenemos a la mano desafíos cuyo cumplimiento o incumplimiento pudieran situarnos a ciencia cierta en el camino de la vida. Pero ¿estamos equipados acaso con alguna certeza? ¿O nuestro destino es, al contrario, la incertidumbre? Lo noble es aspirar a lo alto, la cuestión, como siempre, es poder identificar en qué momento puede presentarse la tentación del autoengaño hacia arriba, el optimismo, o hacia abajo, el pesimismo.
Pareciera que, ante esa opción, nos convendría inclinarnos hacia el optimismo, aunque sin excesos. Lo que habría que rechazar es la ilusión. ¿O habría que incluir en este análisis todo autoengaño, toda distorsión? ¿A qué deberíamos atenernos? ¿A la precisión de los contenidos o al soplo de la pasión? ¿Habría que incluir en este recuento el estado de ánimo de los protagonistas, sus auténticas motivaciones? Esta última cuenta no sería fácil porque en ella podrían intervenir factores quizás inconscientes como el amor propio o el temor.
Quizás habría que ponderar también en este análisis qué es lo que más nos mueve, si la búsqueda del acierto o el fantasma del error. Tememos errar y ansiamos acertar. ¿Cuál de estos impulsos es más fuerte? ¿Somos audaces o prudentes? También intervendrá en este balance lo que, para los actores, esté en juego. Por eso los patriotas, en las guerras de la Independencia, llevaban las de ganar. Querían ganar con más ímpetu que el temor a perder. A los patriotas los movía el amor al territorio. A los españoles los movía la defensa de sus colonias. Pero en casos comparables, cuando a los españoles los movió una motivación igualmente intensa frente a Napoleón, los roles se invirtieron.