Pese a contar con su mejor oportunidad en un siglo, la Argentina perdió participación en sus principales mercados agropecuarios y de alimentos. Peor aún, en muchos casos nos reemplazaron países competidores con menores ventajas naturales.
Nuestra participación en la producción mundial de trigo cayó desde el año 2000 hasta ahora de 2,8% a 1,1%, lo que fue aprovechado por productores tradicionales como Canadá, Rusia y Ucrania, pero también por ¡Brasil! En maíz conservamos la misma tajada (2,4%) mientras nuestros socios del Mercosur la aumentaron casi dos puntos y China, la India, Rusia y Ucrania ganaron 5,2%.
En la exportación de carne vacuna, lejísimos del viejo liderazgo, caímos al duodécimo lugar con 200.000 toneladas, menos de la décima parte de los nuevos líderes, la India y Brasil, y sólo un 7% de lo que exporta el Mercosur, en el que Paraguay y Uruguay treparon a los lugares sexto y séptimo. Nuestra producción de leche se estima este año igual a la de 1999, mientras en el mismo período el mundo la aumentó 30%, Uruguay 70%, Brasil 66%, Nueva Zelanda 54% y Chile 33%. En fin, en la actividad estelar del siglo, la soja, la Argentina aumentó su participación de 16,5% a 18,2% entre 2002 y 2014, mientras Brasil lo hizo de 23,6% a 30,1% y Paraguay y Uruguay sumados también aumentaron más que la Argentina, de 1,8% a 3,8%.
Pese al notable desempeño empresarial innovador del campo, estos resultados no deben sorprender, dado que ninguno de los países que compiten con la Argentina ha castigado tanto como el nuestro la producción y la exportación de alimentos. La presión tributaria aquí no es sólo elevada, sino también regresiva. Llega a 37,5% del PBI (con impuesto inflacionario), es mayor que en los países desarrollados (36,6%) y mucho mayor que en los emergentes (28,2%).
Aun así, si estuviera centrada en impuestos realmente progresistas, podría tolerarse y ayudar a reducir la pobreza y la desigualdad, pero no es así. El impuesto a las ganancias es un 50,6% del total recaudado en países desarrollados, 25,3% en América latina y sólo 17,9% en la Argentina, pese a aberraciones como no ajustar por inflación los balances de las empresas ni el mínimo no imponible para las personas. Además de ser el único país productor de alimentos que castiga a las exportaciones con altísimos impuestos, también hay que pedir permiso para exportar carne, leche, trigo o maíz, o para importar insumos y bienes de capital. Tamaños impuestos a la producción limitan mucho la recaudación de otro tributo realmente progresivo económica y socialmente, el inmobiliario, tan relevante en Australia, Canadá, EE.UU. y Nueva Zelanda.
Así, en flagrante contraste con el discurso oficial, la Argentina recauda poco en impuestos socialmente progresivos y recauda mucho en impuestos socialmente regresivos y en los contrarios al desarrollo económico, no sólo a las exportaciones, sino también a las transacciones financieras, a los ingresos brutos en cascada y un IVA distorsionado, todo lo cual limita la producción y la inversión. La consecuencia es que, pese a contar con las mejores oportunidades de los últimos cien años, el volumen físico exportado de materias primas y manufacturas de origen agropecuario creció menos de 2% anual y el valor de exportaciones perdidas llegó a 150.000 millones de dólares entre 2003 y 2015.
La buena noticia es que habrá una segunda chance, aunque difícilmente tan favorable como la que se malgastó. Los países emergentes, que aportan el 90% del aumento de la demanda de alimentos y materias primas, seguirán liderando el crecimiento global. No obstante, los últimos informes de OCDE-FAO y del Departamento de Agricultura de EE.UU. estiman una lógica desaceleración del crecimiento de las importaciones de alimentos desde 3,6% anual entre 2004 y 2013 a 2,1% anual de aquí a 2023, todavía por encima del aumento de 1% de la población mundial. Aun así, si siguen creciendo rápido África y Asia, y si vuelve a hacerlo América latina la demanda puede superar las previsiones citadas porque estos subcontinentes tienen todavía mucha pobreza y aportarán cerca del 90% de los 1700 nuevos habitantes del planeta de aquí al 2040.
Para que la Argentina vuelva al crecimiento y para evitar que las abuelas de fin de siglo cuenten a sus nietos el nuevo fracaso del país, sus dirigentes deberán mejorar sustancialmente las políticas relevantes para el campo y las agroindustrias. Las elecciones abren una esperanza y por ello preocupa que desde el oficialismo surjan señales de que todo puede seguir como hasta ahora salvo en un discurso menos vengativo y en mejoras menores. Sería un grave error, porque la Argentina está (mal) organizada para funcionar con una soja de 500 dólares; pero hoy vale 30% menos, y a corto plazo sólo volverá a aquel nivel con mala meteorología en los países productores.
En el extremo opuesto hay quienes proponen soltar rápido las riendas, liberar el cepo, devaluar y eliminar restricciones e impuestos a las exportaciones como lo han hecho Brasil y Uruguay, cada uno a su modo. El problema de este enfoque es que, además de que tales políticas pueden tener efectos sociales negativos, al menos a corto plazo, una diferencia entre la Argentina y Brasil o Uruguay es la mayor intensidad aquí de los conflictos y tensiones entre exportación y consumo interno y entre agro e industria. Por esa razón, si se liberalizara todo rápidamente y a poco de andar subieran los precios externos de la carne o la leche, se correría el riesgo de la vuelta atrás, como -exageradamente- ocurrió aquí desde 2005. Lo que necesita nuestro país es, en cambio, una política integral y sostenible de desarrollo del campo y de las agroindustrias, algo que se propone más claramente desde la oposición. Por cierto es necesario eliminar rápidamente los permisos para exportar y proponer senderos creíbles y de plazos ciertos para eliminar el cepo, permitir importar y reducir hasta anular y reemplazar por otros impuestos los que gravan las exportaciones. Pero también es necesario atender las tensiones entre exportación y consumo interno, muy especialmente en carnes y lácteos. El mejor instrumento para hacerlo es la asignación universal por hijo, universalizándola en serio y utilizándola en parte para subsidiar alimentos, sobre todo los más nutritivos.
También se debe contemplar la convivencia del desarrollo agropecuario con el industrial. La increíble represión del desarrollo agrario es causa principal del cepo cambiario y ha demostrado que no es posible un desarrollo industrial sostenible sin el agro. Pero también es necesario demostrar la compatibilidad del desarrollo agropecuario con el industrial. Además del fuerte impacto industrializador del agro por su demanda de tecnología, maquinarias y equipos y por generar las materias primas para un salto cualitativo en el valor agregado local -con diferenciales arancelarios, pero no sólo con ellos- deben contemplarse otras cuestiones. La principal es evitar apreciaciones cambiarias desequilibrantes. Esto requiere superávit fiscal, casi imposible a corto plazo, pero también una política sistémica de competitividad que además de buenos impuestos comprenda infraestructuras, educación y formación profesional, una mayor cercanía de la lograda en este siglo entre ciencia, tecnología y producción, créditos y mercado de capitales e intensas negociaciones comerciales con nuestros socios estratégicos.
De lo que se trata en definitiva es de soñar y lograr un país muy distinto en su geografía humana, social, económica y política, que supere estructuralmente la pobreza, que reduzca la desigualdad social y regional, que distribuya mejor su población y que dé lugar a decenas de desarrollos locales con fuerte creación de empleos calificados, como los de Mendoza o Rafaela. Por último, pero quizás lo más importante, lograr un país genuinamente federal, con un poder más repartido que evite o al menos contrapese proyectos políticos hegemónicos que pretendan, como el gobierno actual, llevarse por delante las instituciones de la Constitución y la convivencia pacífica entre los argentinos.