Sería simplemente "uno versus tres", representando "uno" a la fuerza con pretensiones dominantes y "tres" a las fuerzas que se suman para contenerla. Pero no somos sólo matemáticos. La fórmula sigue siendo "uno versus tres", pero con un nuevo sentido. En la anterior versión de esta fórmula, "uno" representó el intento del cristinismo de quedarse con todo y "tres" aludía a los esfuerzos del resto de los actores políticos para contenerlo. En la segunda versión de esta fórmula y ya en camino el cristinismo hacia su pretensión de absoluta permanencia en el poder, "uno" sólo representa a cualquiera de los pretendientes, que han quedado en paridad de condiciones al menos hasta que alguno de ellos pretenda dominar al resto como pretendió Cristina, lo cual, dada la condición humana, tampoco podría descartarse livianamente hacia el futuro.
La configuración política argentina continúa siendo, por lo visto, cuadrangular, pero con sensibles diferencias. En tiempos del cristinismo era también "uno versus tres", pero aquí apenas escondía el ansia de dominación de la propia Cristina y sus acólitos, que hoy empieza gradualmente a ser cosa del pasado. Si hay un nuevo "uno versus tres", esta fórmula sólo expresa hoy el hecho de que Pro lleva la delantera, lo cual podría ser meramente transitorio. El predominio de Pro podría ser ocasional porque hasta ahora no ha revelado una verdadera vocación autoritaria de poder como tuvo el cristinismo y por ahora sólo aspiraría a ser, por eso, primus inter pares.
A través de estas disquisiciones matemáticas, asoma una posibilidad interesante, a la que podríamos bautizar como un "pluralismo equilibrado" en cuyo seno ninguno de los miembros del nuevo sistema albergaría pretensiones excluyentes. Unos ganarían y otros perderían en cada elección, naturalmente, pero únicamente como consecuencia de su capacidad de competir y no como consecuencia de algún tipo de ventaja abusiva. Éste es un sistema realizable y constituye una de las notas sobresalientes del desarrollo político, ya sea en Europa o en la propia América latina.
Este sistema asegura las ventajas del pluralismo democrático a los ciudadanos. ¿Podríamos los argentinos llegar a estas alturas? No es imposible. El hecho es que todos los sistemas políticos a los que habitualmente consideramos desarrollados habitan en estas cercanías. Un sistema es políticamente desarrollado cuando las minorías que lo administran compiten lealmente entre ellas, sin abusar del poder. Si su competencia es igualitaria, una de sus consecuencias debiera ser la rotación entre ellas después de un plazo razonable. La rotación de las minorías en el poder vendría a ser, en tal sentido, una garantía irreemplazable de autenticidad democrática.
Convendría no hacerse ilusiones sobre las posibilidades de la democracia. ¿Podríamos definirla, quizá, como el menos imperfecto de los sistemas conocidos? "Hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno", escribió Terencio. Lo mejor y lo peor. Quizás el más grande peligro que enfrentan los legisladores sea la pretensión de angelismo. Pero somos humanos. Caminamos entre los abismos paralelos del idealismo y de la corrupción. Algunos, desvergonzados, conviven todos los días con una tolerancia inadmisible. Otros, tuertos o ciegos, no quieren ver sus propias falencias mientras subrayan las de los demás. Unos y otros cohabitan con la imperfección. A todos debería inspirarnos un saludable escepticismo acerca de nosotros mismos.
Una de las notas de nuestra democracia es la impunidad. A la inversa de Brasil, por ejemplo, pocos funcionarios van presos entre nosotros por delitos de corrupción. Pero si no hay castigos efectivos, la pretensión de castigo pasa a ser una burla. ¿Nos estamos convirtiendo los argentinos, a lo mejor, en una sociedad impune? ¿Cuáles son las raíces de la impunidad entre nosotros? ¿Comienzan en la familia, en la infancia? ¿Podríamos rastrear hasta allí las raíces de la impunidad? Quizá late detrás de este problema cierto humanismo desaprensivo, que tiende a pensar que los verdaderos responsables de nuestras carencias no somos nosotros mismos. Pero, en suma, ¿hasta dónde llega la autocrítica entre los argentinos? ¿Es severa o es complaciente?.