Eduardo Fidanza recordaba en esta página la controversia entre el liberalismo político y el populismo argentinos que, aun con distintos nombres, son identificables a lo largo de dos siglos; observaba que esto expresa una fractura social que se refleja en el alineamiento político y electoral que estamos viviendo: a grosso modo, los pobres votan al oficialismo y las clases media y alta, a la oposición. Antes de entrar en las implicancias de estos hechos, me gustaría compartir algunos comentarios históricos.

En términos latinoamericanos, el populismo aparece como el régimen que propicia algún progreso de derechos en las clases más marginadas; pero como los brinda de manera paternalista, es frecuente que la continuidad de estos derechos se vea comprometida. Después de la Segunda Guerra Mundial, la socialdemocracia, que impulsó en Europa la construcción del Estado benefactor, tuvo una imitación deformada en América latina; salvo en países pequeños, como Uruguay o Costa Rica -o en breves interregnos, como el de la presidencia de Alfonsín en la Argentina-, en la mayoría los beneficios a los marginados fueron conquistados predominantemente por regímenes populistas autoritarios.

El radicalismo fue el primer populismo de siglo XX argentino; era atípico: compartía la gran movilización popular alrededor de un líder carismático, pero era republicano y democrático, y dejó derechos sociales, civiles y políticos perdurables. El peronismo fue el segundo populismo del siglo; fiel a su origen militar, fue autoritario y poco respetuoso de los valores republicanos, pero dejó derechos afianzados para los más humildes, calando hondo en la cultura política argentina. Los valores que defendieron uno y otro partido impregnaron no pocos de los movimientos políticos del siglo, independientemente de las contradicciones doctrinarias flagrantes del peronismo cuando fue gobierno, y del apagamiento paulatino de la vigencia del radicalismo en el último cuarto de siglo. A pesar de los contenidos del discurso político renovador, la cultura política de la sociedad argentina, tanto entre pobres como entre ricos, se hace más conservadora en el mismo lapso. Las clases media y alta no quieren perder los niveles de consumo alcanzados en la última década; y los pobres, los beneficios que recibieron, en general de manera paternalista. Todos exigen a la política el mantenimiento de lo logrado. Los medianos y los ricos se preocupan, además, un poco de los valores de la República, debilitados por excesivo manoseo en la última década; pero los pobres, muy poco, acuciados por necesidades más perentorias;

Éste es el cuadro que enfrenta la política argentina hoy; una sociedad dividida en dos grandes sectores muy poco comunicados y con desconfianza mutua: los pobres, más o menos excluidos de los beneficios de la vida moderna; por otra parte, los más o menos incluidos en ella. Los pobres, sintiendo además la desconfianza del otro sector, que tiende a verlos como una amenaza.

En fin, desarmonía y desencuentro social. Superar este desencuentro no es fácil, como no lo es todo lo que tiene profundas raíces culturales, pero el primer movimiento en este tablero de ajedrez le corresponde inequívocamente a la política. Y no es una acción o gesto solo, sino un conjunto de acciones y gestos coherentes y ejemplares. Y la mayor dificultad estriba en conseguir un mensaje honesto e integrador de los dos mundos de intereses y valores sociales, muchas veces contrapuestos, en que se divide la sociedad. En resumidas cuentas, la superación del antagonismo profundo y secular. Si no hay mensaje, no hay mensajero; lo esencial del mensaje lo elabora borrosa y anónimamente parte de la sociedad, después llega quien lo ordena, recodifica y transmite: son los liderazgos. Por eso no hay hoy liderazgos fuertes en la política argentina, porque todavía no hay mensaje.

El autor, médico, fue ministro de Salud y Bienestar Social de la Nación