El voto ideológico o partidario es hoy poco considerable. No surgió en este
largo año de adelantadas campañas la voz unitiva, capaz de convocar y
enfervorizar a este pueblo caído, maltratado y empobrecido. Un pueblo con mala
realidad y sin horizonte.
No hay partidos con perfil programático. Sólo se ven los rostros de sus propietarios. Ante semejante ausencia y atomización personalista de liderazgo se va imponiendo la lógica indiferencia resignada que alimenta un alejamiento del compromiso político ciudadano. Prevalece la tendencia hacia un voto de mero interés individual, sobrevivencial, prepolítico. Estamos ante el voto social, en oposición a los tenues matices que ofrecen los candidatos considerados en pole position.
La dirigencia cabalga alegremente. Los candidatos doblaron el codo y no ven el nubarrón sobre el disco de llegada. El gobernador y la Presidenta se enfrentan en mutuas y divertidas alternativas de odio táctico. La Presidenta se pregunta si ya no es tarde para desbancar al gobernador arriesgando quedarse de a pie. Y el gobernador se inquieta por el peligro de estar ya demasiado intoxicado de kirchnerismo. El grupo se completa con el jefe de la ciudad con su pujante ascenso y el joven renovador con su convicción republicana para aggiornar al exánime peronismo y repetir la performance exitosa de las elecciones de 2013. Los candidatos van casi en una línea. Se miden día por medio desconociendo que el público aprobaría la frase de Borges: "La estadística es la más exacta forma de mentir".
El lote de contendientes conlleva un 70% de peronismo. Esto se repite desde décadas. Hace 70 años que nos creemos como de paso por el peronismo. El jefe de la ciudad, sus aliados y hasta grupos de la izquierda coinciden con un historiador prestigioso que se pregunta, con otras palabras, si el peronismo sería algo exógeno (extraño, temporal) o una desgracia endógena (genética, visceral, casi racial). No hay duda de que ese movimiento heteróclito y cambiante parece plegarse al estilo, las cualidades, la amoralidad funcional, la desconfianza del mundo exterior, el generalizado nacionalismo arrogante y el vago pero persistente socialcristianismo de los argentinos. Ofrece caudillismo y prepotencia de mando. Pero será difícil erradicarlo con opiniones sin superarlo como frecuente cuarteador de las carretas enfangadas de partidos prestigiosos que no terminan sus mandatos. Hipólito Jesús Paz tenía una frase apta como para responder al historiador del relato: "El peronismo es como el tango que no se puede escribir sin ese poco de mugre de la vida". (Todo depende de la dosis.)
Los jinetes ya están cerca de la meta y deben sentirse desorientados a pesar de sus entusiasmos televisivos. Cuesta definir si vienen o si están yendo hacia el Apocalipsis. Es como si hubiesen salido de los sets de TV sin alcanzar las mentes y los corazones de la gente. No se pliegan al sentimiento amargo de este pueblo sin metas. No supieron enamorar ni son muy temidos, son la desilusión de Maquiavelo. La masa de descreídos teme cualquier cambio en tiempos de pobreza. Alimenta lo que llamo el voto social-biológico: el miedo nos hace conservadores de algo que tenemos o del casi nada que todavía nos queda. Esos votantes son los protagonistas de un continuismo defensivo: el enorme porcentual de trabajadores en negro y sin derechos; la masa de empleados públicos, trabajadores o ñoquis; la legión de jubilados que el Gobierno atendió con eficacia (pero ya sin solvencia ante la inflación); los millones de asistidos que empiezan a temer tanto el trabajo como la imposibilidad de obtenerlo si pudieran; la multitud juvenil que acepta integrar un melancólico lumpen musical, domiciliados en los hogares paternos; la legión de trabajadores de las provincias con sus productos regionales en quiebra, y hasta gran parte de una clase media, media o más baja, siempre heroica, que no fue escuchada por los políticos a la pesca de votos, aunque se expresó en memorables concentraciones autoconvocadas. Todos ellos, sin alternativas claras, prefieren el statu quo y temen toda racionalización de los economistas ortodoxos.
Esta multitud triste de la Argentina de hoy estuvo esperando las voces que la convocaran no a un continuismo, sino a un renacimiento. En cambio, recibieron una evidente mediocridad y cobardía de los dirigentes, que no tuvieron la energía firme y ejecutiva ante el drama del narcotráfico, la eternizada inflación, la criminalidad impune y sin la respuesta de combate; el desastre educativo; el silencio vergonzante ante la indefensión militar argentina y la ocupación británica del Atlántico Sur. Y todo lo demás, la chabacanería, la pérdida de estilo, la grosería audiovisual, la sumisión a la tentación de ya no ser lo que fuimos.
No hubo voz. No hubo la contagiosa voz de esperanza compartible. Es increíble que la dirigencia no se haya unido en soluciones políticas nacionales. Parecen aquellos impolutos cisnes de Neruda indiferentes tanto al fangal como a las aguas cristalinas. Ni siquiera comprendieron el ejemplo de nuestra penúltima catástrofe cuando el presidente que juraría en enero de 2002 exigió del otro gran partido nacional, y obtuvo, el compromiso de coalición para la gobernabilidad, con la inclusión de dos ministros en el gabinete. ¿Acaso piensan hoy que un solo partido o personalidad podrá afrontar el abismo que nos espera?
Éste es el último escalón. El solipsismo de los contendores electorales proviene de un inexplicable desconocimiento de las mochilas que cargan: el gobernador, hasta un par de meses atrás, creía que el kirchnerismo era su hipoteca más o menos manejable, pero hoy se ve ante un original proyecto de "reelección indirecta", esa especie de quinta-columna (o Petiso de Troya) de funcionarios, jueces espurios, militantes. La Presidenta se convenció de su voz y se siente imprescindible y líder del futuro. El gobernador ya está en riesgo de anegamiento, del fin de sus planes estratégicos, a los que dedicó una paciencia admirable. Aunque de avanzar en este camino, arriesgará exponerse a plena luz (ella y su familia) y unificar la mayoría antikirchnerista, con alto rechazo hacia ella.
En cuanto al jefe de la ciudad, tan seguro de su posibilidad, debería comprender que le resultará difícil desprenderse de su aroma de liberalismo racionalizador. En tiempos de un 30% de pobreza, indigencia y de lamentable caridad asistencial, se teme salir del desajuste. Un vasto pueblo de las sombras presiente que la razón economicista la financian los de abajo.
Sin embargo, el voto social-biológico, tan explicable, no debería significar la continuación en una resignada decadencia. Estamos a tiempo en estos meses para definir una gran unidad política, capaz de imponer el programa electoral surgido de las cinco o seis políticas de Estado indispensables para recobrarnos de la caída moral, social y cultural de esta maravillosa máquina de vida que no sabemos usar, la Argentina.