Pero los promotores de esta campaña no advirtieron que, mientras tanto, la figura de Nisman se había descarnado, se había "idealizado", se había convertido en un símbolo de aquello a lo cual aspiran muchos argentinos. Fue en vano, por lo tanto, que trataran de ensuciar su imagen diciendo que era un mujeriego o hasta un libertino, ya que la figura del fiscal había ascendido hasta la cima de la consagración popular, hasta volverse prácticamente inalcanzable.
La idealización de una persona, su transformación en símbolo cívico, es en cierta forma paralela a lo que la Iglesia realiza hace dos mil años a través de los procesos de beatificación. Una vez que alguien es declarado beato, es expuesto a la veneración de la comunidad y pasa a ocupar un lugar eminente, indiscutido y ejemplar. Si la sociedad se encuentra en tal caso ante una figura señera, todo lo que debe hacer respecto de ella es admirarla e imitarla. Si la figura así idealizada muere además en forma violenta en circunstancias ligadas a su vocación, si suma además el admirable papel del mártir, en tal caso su testimonio se refuerza hasta convertirse en legendario. Un viejo dicho italiano establece que "un bello morir honra toda una vida". He aquí un eco de la idea religiosa de la salvación, que se puede obtener hasta con el último respiro y que apunta a su vez, por vía contraria, al refrán según el cual mientras hay vida hay esperanza. Pero el acercamiento entre estos dos conceptos, el de ofrecer la vida y el de darla en circunstancias extremas, que hoy nos parece apenas romántico, fue el que concretaron calladamente generaciones enteras durante las pequeñas y las grandes guerras.
Por todo lo dicho, y al margen de mil detalles que ahora, a la vista de su consagración, se convierten en secundarios, la imagen del fiscal Nisman ha sido elevada hasta el altar de la admiración popular. Pero, ¿cuál ha sido su mensaje para que podamos registrarlo? Que cada uno de nosotros sea simplemente el que está llamado a ser. Que cada argentino cumpla sencillamente con su deber. ¿Nada más? Nada más, o quizá sería mejor decir "nada menos".
Cuando Ricardo Rojas escribió El santo de la espada para honrar a San Martín, no hizo otra cosa que asegurar esta suerte de traslado, de trasvasamiento, de una gesta sacra a una gesta nacional. Cuando se viven horas inciertas, es entonces cuando la patria adquiere una resonancia ceremonial. Borges admiraba las "muertes militares" de sus antepasados. Es solamente cuando la patria se halla en peligro que el patriotismo se acerca a la religión hasta casi, a veces, confundirse con ella.
Habría que preguntarse ahora si nosotros, que descendemos de las grandes hazañas del pasado, hemos o no hemos retenido el heroísmo de nuestros mayores. ¿Seríamos o no seríamos capaces los argentinos de hoy de reproducir el arrojo de los argentinos de ayer en medio de parecidas circunstancias? ¿Tendríamos, acaso, su mismo coraje? La pregunta parece meramente retórica, ya que nadie nos amenaza. Pero hay otras circunstancias que también exigen coraje, aunque no sea físico. "Coraje" es una voz ligada a "corazón" porque está vinculada al grande o pequeño pecho con el cual contamos, un atributo que se pone a prueba, a veces, en dramáticas circunstancias.
Hay, por lo pronto, el llamado "coraje cívico". John Kennedy escribió un libro admirable, Perfiles de coraje, en el que destacaba la conducta de aquellos políticos que supieron desafiar a la opinión mayoritaria en nombre de sus propias convicciones. ¿Cuánto coraje cívico les queda a los políticos de hoy? Aquí nos sorprende una pregunta sólo aparentemente ocasional. Cuando un político participa de grandes decisiones, ¿conduce o sólo refleja el parecer de su pueblo? Si queda en minoría y pese a ello insiste, ¿se vuelve acaso antidemocrático? ¿Cómo armonizar mis convicciones con las de los demás, sin caer en demagogia?
Quizás el político consumado sea el que se sale con la suya porque consigue reflejar el encuentro entre su propia voluntad y una mayoría. Si se obstina con salirse con la suya, pese a claros signos en contrario, comete pecado de autoritarismo. Si cede allí y no debiera, comete pecado de pequeñez. El arte y la moral exigen encontrar la armonía entre estos dos extremos.