La política, en la Argentina, ha presentado una falla estructural, en cuanto una sola fuerza, la del oficialismo cristinista, con alrededor de un tercio de los votos, aún retiene el poder a costa de los dos tercios que podría sumar la oposición, porque ésta ha concurrido dividida a las urnas. Esta aberración aritmética fue posible por la fragmentación política de los opositores. Hasta un chico de primer grado sabe que uno dividido uno es más que tres dividido cuatro.

La pregunta, ahora, es entonces ésta: los opositores, ¿están dispuestos a superar esta aberración aritmética? En vez de ir cada uno por su lado, ¿contemplan unirse para derrotar al Gobierno? Radicales, macristas y cívicos, ¿serán capaces de intentar este paso audaz? ¿Preferirán, en suma, formar parte de la coalición ganadora aun desde un segundo lugar a perder del todo frente a un gobierno con vocación autoritaria, víctimas del aislamiento?

Claro, la unión de los opositores tendría sus costos. Dado el carácter presidencialista de nuestro sistema, sólo una de las fuerzas aliadas se llevaría el primer lugar. Habría que elegir, por ejemplo, entre Macri, Sanz o Carrió. ¿Estarán dispuestas las fuerzas "perdedoras" de este triángulo a resignarse a un segundo lugar?

No sería la primera vez en la historia, sin embargo, en que las minorías dejan de lado sus diferencias particulares para integrar una nueva mayoría. Dicho en términos épicos, en que los miembros de la nueva coalición se animan a dar muestras de grandeza. Pero esta cualidad ¿abunda acaso entre nosotros? Nadie está dispuesto a "regalar", por supuesto, sus expectativas. Pero muchos aceptarían sacrificios, quizás, en aras de una causa común. ¿Podría ser esta causa común, por ejemplo, la salud de la república?

Reconozcamos por lo pronto que a nuestra república, en cuanto república, le va mal. De un lado la domina una minoría con pretensiones de mayoría, pero con sólo un tercio de los votos. Del otro lado, la mayoría verdaderamente democrática se dispersa en bolsones minoritarios. La solución es la convergencia de estos "bolsones" hasta formar una mayoría robustamente democrática. La solución, en otras palabras, es la confluencia de las mayorías democráticas y la consiguiente reducción de las minorías antidemocráticas que todavía nos gobiernan.

Vemos entre todos los candidatos al poder democrático, además, una buena disposición recíproca, lo que los juristas llaman un "animus societatis", un ánimo de colaboración. Quizás aceche un traidor, pero aun si lo hubiera, en el clima de transición hacia la democracia que hoy nos caracteriza, le sería contraproducente darse a conocer. Todo lo cual podría resumirse con estas palabras: a la democracia plenaria le ha nacido, en la Argentina, una oportunidad. Después de tantos actos fallidos, después de tantas falsas partidas, la democracia ha venido, al fin, a instalarse entre nosotros.

La conclusión de estas líneas parece obvia: ¿vamos a ser por lo visto un país "normal"? Esta conclusión no sorprendería a países vecinos que ya son normales hace tiempo, como Uruguay o Chile, pero quizá tiene para nosotros los argentinos, aún, el sabor de una sorpresa.

A lo mejor queriendo ser una nación que se distinguiera por su originalidad, erramos el camino. Había que ser originales, en busca de rasgos únicos, pero la originalidad no debió consistir, como alguna vez parecimos pensar, en conductas extravagantes o en derroteros alocados, sino en mantenernos fieles a un destino prefijado que habíamos rechazado por obvio. ¿Por qué, por ejemplo, nos hemos negado a seguir una vocación rural, cuando todo parecía señalárnoslo?

Quizá los argentinos hemos despreciado alternativas geopolíticas o neoeconómicas por demasiado evidentes, precisamente porque apuntaban a ese campo que seguíamos siendo y no a una formación industrial que todavía no éramos como un joven adolescente que aún anda en busca de su propio ser, de su verdadero yo, porque todavía no lo ha encontrado. Quizá lo mejor aún esté por venir. Esta última sugerencia no apunta a lo que queremos ser, sino a lo que deberemos ser: una nación con carácter, una nación con destino. ¿Es un sueño? Quizá. Pero un sueño que, en la medida en que se anuncie y que se vaya cumpliendo, nos revelará nuestra verdadera vocación: llegar a ser, en plenitud, nosotros mismos. Aprender lo que quiso Dios de nosotros, para cumplirlo con alegría y con esfuerzo.