Durante más de 90 minutos, Cristina Kirchner intentó ayer, seguramente en vano, distraer a los argentinos con anuncios insignificantes, con inauguraciones que ya fueron inauguradas (¿cuántas veces inaugurarán los trenes del ferrocarril Mitre?) y con balances manipulados de su presunta gestión histórica. Encontró enemigos para pelearse (Techint, los Estados Unidos, los holdouts, los europeos, los empresarios de la UIA), pero no hizo ninguna mención al problema que en verdad la enoja: la denuncia y la muerte del fiscal Alberto Nisman.
Sólo al final, cuando ya le hablaba sólo a la militancia, hizo una alusión crítica y despectiva al "silencio", que fue una referencia inconfundible a la marcha convocada por los fiscales, que es precisamente de silencio. Esa marcha es su problema inminente, pero no tiene solución. En medio del enfado, no hace más que convocar a concurrir a esa cita. Cristina Kirchner ha perdido el futuro; sus únicas esperanzas están, aunque parezca paradójico, en el pasado, y su único trabajo consiste en descerrajar la próxima guerra.
En su interminable discurso de ayer, bosquejó también, tal vez sin quererlo, un cambio importante en las relaciones internacionales del país. Elogió a China y criticó a los Estados Unidos y a Europa, porque no invierten en el país. En el mismo día, quedaron expuestos los problemas que irritan la relación entre la Argentina y Brasil, que están muy lejos de resolverse, sobre todo después de la significativa devaluación de ayer de la moneda brasileña. Los cancilleres de los dos países, Héctor Timerman y Mauro Vieira, no llegaron a ningún acuerdo ayer en Buenos Aires.
En rigor, los amigos actuales de Cristina Kirchner son China, Rusia e Irán. No son amigos para presentar en ninguna sociedad democrática del mundo (se trata de países gobernados por regímenes autoritarios que violan derechos humanos esenciales), pero son los únicos que soportan amablemente las extravagancias del cristinismo argentino. Son también los únicos que podrían ayudarla a llegar a diciembre con cierta liquidez de dólares en el Banco Central. Ésa será otra herencia que le dejará al próximo gobierno: reordenar la dirección de la política exterior de acuerdo con los alineamientos históricos del país.
Con una mano trata de conseguir dólares de esos países y con la otra conforma a su militancia, que cree que está haciendo una revolución. Para gran parte de esa militancia, conformada por viejos ideólogos de un mundo que ya no existe, sólo se necesita estar en la vereda de enfrente de los Estados Unidos para tener razón.
También se metió en la interna de su propio partido cuando se volcó por Florencio Randazzo y le recordó a Daniel Scioli, sin nombrarlo, que no hizo pública su declaración jurada de bienes. Carlos Zannini ya les había dicho en los últimos días a algunos intendentes del conurbano que dejaran de andar cerca de Scioli y se fijaran más en Randazzo. El ministro del Interior ratificó ayer esa alianza cuando le tocó hablar desde la estación de trenes Mitre. Había sido hasta entonces un candidato con ciertos rasgos de independencia personal, y hasta se dio el lujo en algún momento de tomar distancia del cristinismo más acérrimo, pero ayer cambió. Era la voz de Cristina en la boca de un hombre. Medios periodísticos, fondos buitre, economistas privados y hasta los fiscales cayeron en sus admoniciones, que sólo precedieron a las amonestaciones presidenciales. Randazzo debería renunciar cuanto antes como ministro del Interior si está dispuesto a seguir como candidato presidencial. El Ministerio del Interior es el encargado de administrar la transparencia y la imparcialidad de las elecciones nacionales.
En la defensa de su viaje a China, que describió como el más importante de la historia (¿se podía esperar otra cosa?), aprovechó para meterse en la interna empresarial. La Unión Industrial dio un crítico documento sobre esos acuerdos y sobre el riesgo potencial para la industria nacional que significa el desembarco de los productos chinos. La Presidenta tiene información privilegiada sobre los debates internos en la central empresaria, pero resaltó la amenaza directa que le disparó a la multinacional argentina Techint. Dijo que esa empresa había conseguido un crédito chino para hacer una obra pública en la Argentina y se escandalizó porque sus directivos estuvieron entre los críticos a los acuerdos. ¿No estaba claro, acaso, que los empresarios que reciben obras y créditos deben callarse la boca? ¿No es ése el código explícito del kirchnerismo, que enmudeció durante una década a los empresarios? "Veremos qué hace China ahora y qué hacemos nosotros", advirtió, desafiante.
Los productos chinos son un problema en todo el mundo, incluidos los países desarrollados. Nadie ha hecho tanto como China, un país gobernado por un Partido Comunista, para depreciar el valor del trabajo. Nadie le ha hecho tanto daño al medio ambiente como el sistema que gobierna esa potencia. Los países occidentales están viviendo sólo el comienzo de un nuevo orden mundial impulsado por China y gobernado por el desprecio a las viejas conquistas sociales. O compiten en igualdad de condiciones con China o sus economías estarán condenadas a languidecer.
Cristina prefirió hablar, como al pasar, de Braden, que es siempre un buen recurso para despertar a los nacionalistas argentinos. No importa que Barack Obama sea criticado en Washington por dejar hacer a los regímenes populistas latinoamericanos y no se meta con ellos, ni para bien ni para mal. Tampoco importa que el presidente norteamericano haya enviado como embajador a la Argentina a un amigo personal suyo, Noah Mamet. Sólo importa pasar el mal momento y olvidarse, y que se olviden, de Nisman.