Quizá la más ajustada descripción para este carácter sea la capacidad intuitiva e inmediata para darse cuenta de cómo son las cosas, para tomar decisiones a partir de eso y para, así, sacar ventaja por sobre los demás. Justamente, referido a esto último, es raro que la viveza criolla sea pensada como una acción que impactará favorablemente sobre un universo colectivo. La llamada "viveza criolla", entonces, refiere a la cualidad de una persona capaz de encontrar y tomar atajos para llegar a su meta antes que los otros.

A propósito de "atajo", entre sus acepciones, la más conocida es aquella que representa la abreviación del camino en sí. Pero hay una, ligada a una práctica específica como es el esgrima, que se define como una "treta para herir al adversario por el camino más corto esquivando la defensa". Eso mismo parece ser lo preponderante de la viveza criolla: cómo hacer algo de la manera más sencilla posible sin que exista resistencia, porque el otro no lo esperaba o porque "se comió todos los amagos". Justamente el amago es una impostura, parecer una cosa y ser la otra, engañar. La viveza criolla encuentra su arma principal ahí mismo: en el engaño.

Lo primero que podríamos preguntarnos es si verdaderamente la viveza es criolla. Debemos decir que el arte del engaño no es diferencialmente argentino ni de otra nacionalidad o cultura en particular, sino, más bien, común a la especie humana.

Desde el punto de vista de nuestro funcionamiento cognitivo, sorprendentemente, mentir es un proceso muy complejo y exigente. Ocultar o exagerar la verdad, inventar una excusa o perpetrar un engaño no son tareas sencillas. Mentir implica, aunque parezca curioso, un esfuerzo mucho mayor que decir la verdad. La viveza criolla, entonces, tan emparentada con el arte del engaño, no es un valor que está ligado a la falta de esfuerzo, sino a la de escrúpulos. Muchas veces se considera un vivo al que no quiere trabajar y busca las mil y una tretas para lograrlo. Pero, si lo pensamos bien, esa búsqueda probablemente le haya ocupado más energía que el cumplimiento responsable de su tarea.

Encadenado a esto, el vivo puede tener una actuación doblemente engañosa (el engaño del engaño). A menudo imaginamos la idea de la mentira relacionada con otra persona. Pero también uno puede mentirse a sí mismo. Robert Trivers, reconocido biólogo que, entre otras cosas, se ha dedicado a estudiar la perspectiva evolutiva del engaño, sostiene que tan importante como la mentira es el autoengaño. Las formas más comunes de engañarse a sí mismo tienen que ver con la racionalización de una situación para convencerse de que una mentira es verdad, con atender intencionalmente a sólo una parte de la información disponible y negar otra o con alterar ciertos detalles de los recuerdos. Según Trivers, estos autoengaños tienen varias ventajas, una de las cuales es que evita poner en funcionamiento todas aquellas capacidades complejas que demandaban tanto gasto de energía al cerebro durante el estado previo. Además, si se cree en aquello que no es cierto, muy probablemente será mucho más fácil convencer a otra persona. Incluso, el auto-engaño puede ayudar a convencerse a sí mismo de que se es mejor.

Todo esto nos lleva a formularnos una segunda pregunta: ¿es la viveza criolla verdaderamente una viveza? Más allá de que las definiciones que hace la ciencia sobre la inteligencia son variadas, podemos exponer aquí dos en particular: una tiene que ver con la eficaz adaptación al medio, y otra, con generar soluciones novedosas a los problemas. También la ciencia llegó a la conclusión de que cuando uno trabaja con otros, la inteligencia individual se expande. El vivo representa entonces una versión rudimentaria del inteligente, ya que se adapta al medio y logra un truco eficaz. Como expresó Marco Denevi, viveza es "la habilidad mental para manejar los efectos de un problema sin resolver el problema". Logra, en realidad, una ventaja inmediata y de corto plazo, una victoria pírrica. La viveza es una inteligencia de patas cortas.

Pongamos un ejemplo cotidiano: se produce un embotellamiento en una ruta, todos los automovilistas se ponen nerviosos por el tiempo de espera y el vivo aparece transitando por la banquina, lo que le permite eludir "su" trastorno. Primera cuestión a considerar: esa acción está prohibida por las normas públicas porque no es el uso adecuado ni conveniente de la banquina y probablemente genere un accidente para sí mismo, para otro o la imposibilidad de circulación de alguien que realmente lo necesite; segunda cuestión: en algún momento ese auto que se adelantó va a necesitar volver a entrar a la ruta y va a generar un nuevo y mayor perjuicio para los otros que se quedaron esperando. Como decía Denevi, el vivo no buscó una solución duradera y colectiva del problema, sino un atajo para lograr su solución mezquina. Veamos otro ejemplo parecido (pero peor): en medio de un tránsito dificultoso por una avenida, una ambulancia se abre camino con su sirena. Los autos dan paso para que la emergencia pueda ser atendida. Pero, detrás de la ambulancia, el vivo se cuela aprovechando el camino que abre la desgracia ajena. Como se ve, la viveza suele estar teñida muchas veces de caranchismo.

Muchos investigadores postulan que una de las características que presionaron evolutivamente para hacer del cerebro humano algo tan complejo es la capacidad de engaño táctico. Ahora bien, esta capacidad natural, como tantas otras, puede entrar en conflicto con otras capacidades también muy humanas: la moral, por ejemplo, pero también la calidad de la interacción con el otro o la de ver el largo plazo.

A este grupo de habilidades cognitivas que nos permiten analizar el largo plazo se las denomina "funciones ejecutivas". A grandes rasgos, las funciones ejecutivas nos permiten hacer frente a situaciones novedosas e involucran una serie de habilidades: la planificación del futuro, la resolución de problemas, la realización de objetivos a largo plazo, la inhibición de la respuesta prepotente, entre otras.

Tenemos una responsabilidad colectiva sobre esto y es bueno reflexionar sobre nuestra manera de ser y de actuar. Muchas veces nuestra sociedad considera una virtud preponderante en un líder la viveza de trampear las reglas, decir una cosa y actuar de la manera contraria, provocar y aprovechar la zancadilla del oponente. Debemos tener en cuenta, más bien, que los más eminentes próceres de nuestra historia fueron líderes que no tomaron atajos. La Argentina de la viveza criolla se vuelve dramáticamente representada desde hace décadas en el diputrucho, en el despilfarro, en la evasión de impuestos, en el uso clientelar del Estado, en la vista gorda a la corrupción cuando hay un veranito económico, en el hambre en un país que genera alimentos para varias Argentinas, en el desmedro de la excelencia, del esfuerzo, del conocimiento.

Quizá, como los países desarrollados e igualitarios, debamos usar más "las funciones ejecutivas" para afrontar transformaciones sustanciales de largo aliento, la educación de calidad y las discusiones de grandes problemas que tienen que ver con el progreso. O considerar auténtica virtud las inteligencias criollas como las de Sarmiento, Houssay, Leloir, Milstein, Favaloro, Borges. O las de los inmigrantes que construyeron con el sudor el futuro, de los hombres y mujeres argentinas que todos los días se levantan a la madrugada para llevar a sus hijos a la escuela e irse a trabajar por ellos, por su familia, por su patria.

Claro que los criollos debemos ser vivos de verdad, es decir, una comunidad integrada que actúa con la inteligencia de saber que el mejor destino está al pensarnos ahora y en el futuro el uno con el otro.