Si realizamos un análisis de las diferentes culturas o civilizaciones que existen actualmente en nuestra cada vez más pequeña e interconectada tierra, podemos ver que actualmente conviven con la civilización occidental otras civilizaciones con gran vitalidad y desarrollo. La china, quizá la más poderosa actualmente después de la occidental; la musulmana (árabe y no árabe), con grandes conflictos internos y enfrentamientos; la hindú, que engloba también a las naciones budistas; la japonesa, la africana no musulmana, y la cristiana ortodoxa o eslava, liderada por Rusia.
Como puede percibirse, no nos hemos referido a la civilización latinoamericana, que en bloque contiene características diferentes de todas las que hemos nombrado precedentemente y no forma parte de ninguna, y si bien nuestra región tiene raíces culturales similares, no es homogénea, y ello impide que se la considere una civilización totalmente independiente y diferente de Occidente en sus aspectos político-ideológicos.
En ese marco, el caso argentino es muy particular, ya que desde la conformación del Estado nacional se quiso y se logró imponer por la fuerza los principios y valores de la civilización occidental europea.
Durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX, la Argentina fue sin lugar a dudas un país geográficamente ubicado en América del Sur pero culturalmente occidental, que le discutía a Estados Unidos la primacía en América. La mezcla de influencias culturales y las migraciones crearon un país latinoamericano atípico.
Los grandes pilares occidentales nunca fueron removidos, ni siquiera por la Guerra de Malvinas, y con el arribo de la democracia y de la mano de Alfonsín los viejos proyectos democráticos insuflaron viento a quienes creían poder recrear algún paraíso perdido.
Las crisis económicas posteriores, sobre todo la terminal de diciembre de 2001, se ocuparon de culpar de nuestros desatinos a los países de Occidente (sobre todo a Estados Unidos) e hicieron añicos el pensamiento de pertenencia exclusivamente occidental que había querido implantar el gobierno de Carlos Menem (las relaciones carnales).
A partir de entonces la Argentina kirchnerista afianzó un discurso gubernamental antioccidental, fundamentalmente antibritánico y antinorteamericano (que en general les agrada escuchar a grandes porciones de nuestro pueblo). Eso sí, lo hizo con la opulencia de la soja que se vendía a China, es decir, lo hizo acompañada por un proceso de cambio en la economía mundial que modificó la supremacía absoluta de Occidente al invertir los términos del intercambio en forma favorable para los países productores de materias primas, con lo que toda América latina se vio favorecida.
Las alianzas con la Rusia de Putin y, en cierta medida, con China, por necesidades económicas coyunturales, confirmaron ese relato antioccidental y, con ello, nuestro aislamiento. Los atentados en París han consolidado la postura gubernamental de toda la década, al reafirmar con nuestra ausencia la falta de solidaridad ante un ataque perpetrado en el corazón de Occidente a uno de los valores primordiales, la libertad de prensa, dibujando una nueva postura internacional de la Argentina.
En este marco es impostergable, de cara al próximo gobierno, definir cuál debería ser la posición que debe ocupar la Argentina en el mundo actual, máxime cuando ese mundo nos va a solicitar y a exigir definiciones terminantes ante acontecimientos como los atentados de París. El silencio ruso o el de Irán, por ejemplo, nos indican un camino internacional muy diferente.
Pertenecer a Occidente tiene sus ventajas y sus problemas. La cuestión es que no asumirnos como occidentales nos dejará en el futuro en una especie de limbo político ante el terrorismo y el narcotráfico, entre otros problemas internacionales. No basta con la pertenencia a América latina: si lo hacemos, nos aislamos de los centros de poder mundial, nos reducimos y reducimos nuestras posibilidades de influir en la región.
Creemos que el lugar en el mundo que la Argentina debe ocupar es ser un país latinoamericano y occidental. Estar allí representa defender y sostener una serie de valores y objetivos que comparte sin duda la mayoría de nuestro pueblo y que es coherente con nuestra historia como nación.