El acuerdo con Irán siempre fue explicado desde razones confusas; su fracaso dejó en claro que era otro fruto amargo de la improvisación oficial.
Fue votado con el sistema que enamoraba al kirchnerismo, la imposición del número sobre la razón. No hubo gestos dignos, nadie fue capaz de negarse a votar por lealtad a sus ancestros. Votar en bloque implicó siempre para el oficialismo conservar el lugar en el poder; las prebendas sustituyeron a las ideas y los principios.
La palabra oficial se fue reduciendo a la versión presidencial. Nunca un ministro ni un legislador cayeron tan bajo en el respeto de la sociedad, ni dejaron tan de lado el respeto a sí mismos.
Si el peronismo en su origen hubiera sido tan obediente como el kirchnerismo no hubiera sobrevivido a ninguna de sus contradicciones o a sus exilios.
Tuvimos miles de defectos, pero jamás nos invadió el estalinismo ni la obsecuencia fue nuestra consigna.
Aquí se mezclaron los intereses feudales de algunos provincianos con la voluntad autoritaria de la Presidenta, quien, por cederles un espacio secundario en el poder a viejos sectores progresistas, parecía insuflarles dignidad al juego y a la obra pública.
El autoritarismo fue degradando la política; sobrevivir para todo funcionario implicaba obedecer y hacer silencio, salvo en los casos en que era convocado a repetir un recetario previamente aprobado por la superioridad.
Un gobierno tan poco democrático que no se imaginaba perdiendo una elección; la idea central era lo fundacional; ellos expresaban lo nuevo y el resto éramos tan sólo parte del pasado.
El opositor pasó a ocupar el lugar del enemigo; el disidente, el del traidor. Los medios de comunicación oficialistas superaron en número y en inversión a los privados. La Justicia intentó convertirse en un simple instrumento al servicio del poder. Todos pasos para impedir la alternancia que toda democracia exige.
Y los servicios de informaciones se convirtieron en esenciales a un sistema que estaba necesitado de perseguir al opositor ahora convertido en enemigo.
El ataque sobre los medios y la Justicia fueron las marcas del poco o ningún respeto que el Gobierno tenía por las libertades y los derechos de los pocos o muchos que no nos sumamos al feliz ejército de sus beneficiados seguidores.
Ingresamos a un año en el que los que se creían inmortales comienzan a tomar conciencia de los datos de la realidad, donde en pocos meses se iniciará el camino de las deserciones y el poder del Gobierno de turno pasará a las manos de los votantes. Muchos vienen de otros divorcios políticos y van asumiendo que sólo hay vida y votos fuera del oficialismo. Que aquello que ayer beneficiaba se va convirtiendo ya en una carga pesada de llevar.
La oposición se va a ir lentamente concentrando en aquel candidato que pueda derrotar al oficialismo. Y el kirchnerismo que algunos imaginaban eterno no va a sobrevivir más que en su versión de izquierda enojada que, sin el oportunismo del nombre peronista, pasará a formar parte del recuerdo de una pesadilla para la mayor parte de la sociedad.
Una denuncia que es grave y una muerte tan inexplicable como inesperada. Este golpe desnuda la precariedad del pensamiento que nos gobierna. A la Presidenta este desafío la podría haber convocado a la grandeza, pero la democracia no tuvo suerte; en lugar de apostar al futuro salieron a buscar culpables. Imaginan que acusando a las mafias privadas imponen un conjuro que libera de sospechas al Gobierno.
Los hechos son graves, pero la reacción oficial es la que asusta, deja en claro que a ellos la realidad cuando los exige los desnuda en su impotencia. Buscar culpables lo hace cualquiera, lo mismo que conducir en la bonanza.
Hay una muerte que exige otra respuesta, que reclama acciones dignas; sin embargo, hay un gobierno al que los hechos superan. Y eso sí genera miedo.