El ex jefe del gobierno español Felipe González declaró días atrás que "la corrupción es agobiante en España". Lo sabe quienquiera que siga las noticias de ese país: descuellan a diario escándalos de cohecho entre funcionarios y contratistas de obra pública.

Desde la perspectiva con la cual tomamos nota aquí de esa situación, habrá de tenerse en cuenta que en el ranking de 2013 de Transparencia Internacional sobre ilegalidad en los actos públicos, España ocupa la posición número 37 sobre los 175 países evaluados. La Argentina se halla bastante más abajo, en el puesto 107, después de haber retrocedido un lugar en relación con 2013. Es decir, su situación empeora a medida que se acerca al último puesto de esa nómina.

En todas las encuestas confiables de opinión pública, este flagelo figura desde hace tiempo entre las causas de principal preocupación entre los argentinos, junto con la inseguridad y la inflación y, ahora en forma creciente, el desempleo.

Se suponía que los índices de corruptela en la función pública de los 90 serían de ardua superación. Lejos de eso, aquellos casos, con todo lo descomunales que fueron, han perdido peso relativo al lado de los fenómenos de los últimos años. Si como ha dicho Felipe González, "la corrupción en España es agobiante", ¿qué quedará aquí como lastre entre la valija cargada de dinero de Antonini Wilson; una familia presidencial sospechada de hacer pingües negocios con terrenos fiscales obtenidos a precio vil y con servicios hoteleros inexistentes pagados por un contratista de obra pública, y un vicepresidente de la Nación doblemente procesado?

No se trata sólo de un problema argentino, desde luego, pero en pocos países como el nuestro los retos pendientes de respuestas satisfactorias se potencian por una corrupción que mina la legitimidad de los actos de gobierno, destruye la confianza pública y hace estragos en la capacidad del Estado para cumplir con sus funciones esenciales.

Es difícil, pues, hablar de corrupción sin partir de una noción correcta respecto de su gravitación sobre los otros capítulos -el de la inseguridad, por ejemplo-, que provocan las principales inquietudes ciudadanas. Nunca la desprotección física que siente la población habría llegado a los niveles actuales sin la irrupción de las mafias de narcotraficantes que dominan espacios territoriales entre el exceso de gobierno y la ausencia de Estado.

Aquel abuso de gobierno, dicho en el sentido con el cual una facción política en el poder lo subordina y regula todo al servicio de intereses subalternos, ha anulado las fronteras efectivas del país. Por ellas penetraron a sus anchas terroristas de nuevo cuño en la Argentina.

La idea de una Conadep de la corrupción es útil para levantar el sumario público y político de los más graves hechos de este período. Pero los nuevos gobernantes deberán comenzar su gestión desde fines de 2015 sobre las bases más estrictas de legalidad y funcionamiento de las instituciones previstas por la Constitución. Ya mismo es necesario que las fuerzas políticas dispuestas a combatir la corrupción convengan reformas que traduzcan al cohecho en un delito punible en términos apropiados a la extrema gravedad de sus consecuencias. O, para decirlo en palabras de Antonio Di Pietro -el fiscal que con su Mani Pulite (política de manos limpias) llevó en los años noventa al fin de la sucia Primera República italiana, provocar que el agravamiento de las penas por cohecho erradiquen "la certeza de impunidad" de los delincuentes.

Pueden eliminarse o al menos reducirse las causas estructurales de la corrupción, resumibles en la omnipresencia estatal o gubernamental en todos los aspectos de la actividad económica. Esto se logra reconduciendo al Estado a sus funciones reales y esenciales; modificando el sistema tributario, verdadera torre de Babel que virtualmente provoca evasión; derogando leyes procorrupción como las del blanqueo, desabastecimiento y terrorismo económico, y devolviendo a cada ciudadano y empresa que actúa en la Argentina la libertad que consagra la Constitución y que el kirchnerismo ha convertido en utopía.

Puede reducirse la impunidad mejorando los códigos Penal y de Procedimiento Penal con la incorporación de mecanismos que ya están probados en otros países como, por ejemplo, la admisión de arrepentidos, recompensas a quienes permitan recuperar activos públicos y la comunicación directa entre jueces argentinos y del exterior. Y puede transparentarse la actividad estatal y de empresas contratistas mediante el acceso fácil e irrestricto a contrataciones y trámites públicos que terminen con la ignorancia colectiva respecto de temas de enorme efecto sobre la comunidad.

La legislación norteamericana y la de Brasil son puntos de referencia sobre los cuales trabajar. La crisis que se vive en el país vecino por haberse colmado las posibilidades de que el Estado funcione sin desmontar las redes de complicidad delictiva entre funcionarios, contratistas y cuadros políticos, deja una lección que debemos aprovechar.

Para crear conciencia sobre esa lacra mundial es que se conmemora hoy el Día Internacional contra la Corrupción, dispuesto por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Es hora de recoger el guante y hacer algo antes de que sea demasiado tarde.